ESCUCHA Y AMA
Todavía recuerdo el olor del salón, aquella mezcla de antigüedad, limpieza y tranquilidad que me saludaba cada vez que llegaba. Hace ya nueve meses desde que tuve la oportunidad de ir, durante dos semanas, al convento de Santa Mónica. Hace ya nueve meses que, acompañando y sirviendo a los ancianos que allí residen, descubrí la importancia del escuchar y el acompañar.
Cada tarde, las monjitas del convento me recibían con una sonrisa nueva, con un brillo en la mirada que removía mi corazón. El primer día estaba un tanto nerviosa: había llamado esa misma mañana preguntando en qué podía ayudar y me habían respondido que necesitaban a gente para dar de cenar a los mayores y hablar un poco con ellos. “Nada complicado”, me dijeron. Sin embargo, recorriendo aquellos pasillos de piedra fría, caminando por primera vez hacia la salita de estar, una pejiguera inquietud bailaba en mi interior: ¿me verían con buenos ojos? ¿Y cómo empezar a hablar con ellos? ¿Me aceptarían?
Apenas hicieron falta unos segundos para que mis dudas iniciales se disiparan: tan pronto como entré en la estancia, un hombre que más tarde se presentaría como Luis me sonrió con sorpresa y curiosidad. Su mirada, una maraña de cariño, paciencia y energía. “¡Caramba!” Fue lo primero que dijo. Y así, a partir de aquel instante, comencé un camino que todavía hoy trato de explorar: el de aprender a escuchar, a acoger con asombro y respeto las historias de aquellas personas que, cada tarde, antes de cenar, me contaban un poquito más de sus vidas, de sus anhelos, de las pequeñas actividades diarias que podían llevar a cabo día a día. Me di cuenta de que la vida se vive y se ama en los pequeños gestos diarios; de que, a veces, lo importante es simplemente estar ahí. Con ellos exploré esa Valencia que tan solo conocía a través de los libros de historia. De su mano descubrí qué significa trabajar en el campo, día tras día, con infinita paciencia y tesón; aguantar las heridas del esfuerzo para darles un futuro a las personas amadas. Conocí qué se siente cuando algunos días las fuerzas son escasas, cuando la debilidad impide incluso jugar a las cartas. Gracias a Pedro, Carlos, Luis y Alfonso comprendí qué significa querer a un hijo a pesar de sus idas y venidas; la importancia del perdón, de la gratitud y la responsabilidad de la paternidad.
Por otro lado, dándole la papilla a Amadeo, un anciano de la segunda planta, comprobé qué esencial es la fuerza de voluntad. Para mi compañero, cada cucharada era una lucha por hacer que aquella pasta descendiera por su garganta. Sin embargo, él allí estaba, sorbiendo y resistiendo, pidiendo más con la cabeza. Las monjitas y voluntarios del convento también fueron una clara muestra de ello: su pasión, dedicación y entrega atraparon mi corazón. Fregando, organizando, limpiando, moviendo a los mayores, curando a los enfermos, acostándolos… Nunca perdían ese brillo en la mirada, ese cuidado, ese cariño por todo lo que hacían.
Y es que, en esas dos semanas aprendí cómo el amor es el motor del ser humano, la fuente que se parte y se reparte. El amor, el sentido de la vida.
Silvia Tévar