Ratio Legis – Mucho ruido y pocas nueces

12 FEB

Se puede saber mucho de una persona solo por cómo camina por la ciudad en hora punta. ¿Va con prisa o disfruta del paseo? ¿Se dirige hacia un estimulante destino o camina con la resignación del reo que sube los peldaños del patíbulo? En la aún calurosa mañana del 2 de septiembre, en Lyon, un joven de 20 años, cabello castaño, camisa de rayas, y mochila al hombro avanza con la ligereza del que está a punto de empezar una nueva vida. Se llama Guillermo Pierres y acaba de lograr plaza en una de las universidades más codiciadas de Francia, cantera de futuros togados de renombre. Y, si se fijan bien, podrían jurar que sus pies ni siquiera tocan el suelo.

Llega a la antigua manufactura de tabaco, reconvertida en santuario del Derecho, y tras quince minutos deambulando por pasillos que parecen diseñados por Escher, encuentra el anfiteatro. Dentro, el decano, con un aplomo digno de orador de la Asamblea Nacional, desgrana ya su discurso:

— 12.250 euros. Esa es la inversión que el Estado francés deposita en cada uno de vosotros, cada año. No es un número al azar, es una apuesta. Una apuesta por vuestro talento, por vuestra capacidad, por vuestro futuro. Habéis cruzado las puertas de esta facultad no solo para ocupar un asiento, sino para conquistar un lugar en la historia de esta institución. Las promociones anteriores han llevado esta facultad a lo más alto, consolidándola como la tercera mejor del país. Pero los rankings no son medallas que se exhiben, son responsabilidades que se asumen. Ahora es vuestro turno. Os toca sostener ese legado, elevarlo, superarlo.

Un retumbar de aplausos sella el speech y entra en escena el primer profesor. Joven, trajeado, con la seguridad de quien factura seis ceros en un bufete, pero prefiere torturar a alumnos con el Código Civil. Abre la boca y los estudiantes los portátiles. Y, como una sinfonía mecanizada, el tecleo inunda hasta el último recoveco del aula. Guillermo se gira. Ojos clavados en las pantallas. Mentes proyectadas en un año por venir que ya se antoja interminable.

Ese joven de veinte años, de camisa de rayas y aire perdido, será vuestro narrador en un viaje por la jungla del Derecho en Francia. Y, de paso, os contará cómo esto se parece y, sobre todo, cómo se diferencia del aprendizaje jurídico en España.

Confieso que, como español, me cuesta admitirlo: no ha sido hasta llegar a Francia que he sentido que de verdad aprendía Derecho. Aquí la clave es el rigor. Un rigor que en los exámenes prima la metodología sobre el contenido y que convierte el razonamiento jurídico en un proceso matemático, un álgebra de jurisprudencia donde no hay margen para el arte de la retórica. El Derecho, aquí, se reduce a una sucesión de pasos precisos, fríos, inapelables. Eficiente, quirúrgico, aterrador.

El estudiante francés, dicho sea de paso, es un ser resignado, quejica, llorón, con la fatiga de quien lleva tres vidas encadenado a un escritorio. No es que estudie más, es que descansa menos. Atrapado entre muros desde las 8 de la mañana hasta las 8 de la tarde, con el tedio apretándole la garganta. En medio de las clases, cuando el tecleo cesa y emergen los tupperware, se palpa la desesperación en cada cucharada de pasta recalentada. Porque aquí no solo se estudia en clase: aquí se come, se vive, se vegeta.

Las clases se dividen en dos ecosistemas. Primero, los anfiteatros, donde 300 almas escuchan a un profesor que dicta mientras 300 portátiles transcriben con la sincronización de una secta. Preguntar es un riesgo: podrías atraer la atención y, en esta jungla, mejor pasar desapercibido. Luego están los Travaux Dirigés, seminarios de entre 15 y 25 personas donde se exige leer entre 15 y 20 sentencias por semana y hacer un caso práctico, un comentario jurisprudencial o una disertación. Y aquí, amigos, la asistencia cuenta. En España, basta con recopilar apuntes de compañeros y apurar el café antes del examen. En Francia, o haces el trabajo, o el trabajo te aplasta.

Los profesores, por cierto, son todos, o casi todos, absolutas eminencias. No meros docentes, sino abogados en ejercicio, juristas, consultores de alto nivel. A modo de ejemplo, mi profesor de penal, un tipo que parece sacado de una serie de HBO, fue defensor en los atentados de Niza. Y ahí lo tienes, impartiendo clase con el aplomo de quien ya lo ha visto todo. Dando collejas académicas y corrigiendo caso por caso con una dedicación que rozaría el sadismo si no fuera por su impecable elegancia.

Y aquí está la paradoja. El sistema francés es intenso, metódico y exigente hasta lo inhumano. Y, sin embargo, es tremendamente ineficiente. Habiendo cursado Derecho en España, ya he estudiado todo lo que aquí se enseña. Pero donde en España se hace en cuatro mañanas a la semana, en Francia hay que someterse a jornadas de 12 horas, con prácticas y deberes hasta en sábados. Algo falla, mes amis. Quizá por eso los franceses no saben inglés. No les queda tiempo para aprenderlo. No saben escribir con corrección, ni estructurar bien, ni sintetizar. Respiran Derecho, lo mastican, lo sudan. Pero el español, con su pragmatismo, le saca el mismo jugo con la mitad de esfuerzo.

Y aquí la gran verdad: si destaco en este sistema, si los españoles brillamos en esta jungla, no es por superioridad intelectual, sino porque el sistema español nos ha hecho versátiles, adaptables, resilientes. Francia nos exprime, pero nosotros nos crecemos. Y eso, chers amis, es lo que hace que cuando un ibérico desembarca aquí, sobresalga. Porque sabemos encontrar atajos, porque hemos aprendido a aprender con eficiencia, porque entendemos que el Derecho no es una ciencia exacta, sino un arte.

Y en esas nos sumergimos en sus trincheras y salimos ilesos, vino en mano, listos para brindar por la victoria.