Un mes para aterrizar, y volar para volver; un mes para caminar, perderse para parar y mirar. Mirar para encontrar, conocer. Conocer para agradecer y solo, solo, empezar a entender.
Con estas palabras acababa mi primer mes de Erasmus en París. Mi tan soñada París. Romántica, liberadora, bella, misteriosa y elegante París. Una ciudad que, como hablaba con María de Jorge, es tan grande que te deja un espacio amplísimo para perderte, buscar, redirigir, descubrir, y, sobre todo, crecer.
No, París no es la ciudad de los enamorados, es la ciudad que te invita a enamorarte y a amar. Amar aquello con lo que uno venía y amar aquello con lo que uno se va. Amar la novedad y la diversión, pero también lo pequeño, cotidiano e íntimo. Amar pasar de los grandes planes en el Hipódromo a la paz y felicidad de sentarte media hora con dos amigas en el parque de Luxemburgo a la vuelta del hospital. Amar salir de fiesta, pero también amar dejarse de azoteas y rincones recomendados para volver siempre al mismo bar, misma esquina, misma gente de confianza.
Amar un atardecer en el Sena con esa melodía de magentas, violetas y destellos de un sol anaranjado (que decide salir poco a menudo); sin dejar de amar el encanto de un día lluvioso que te lleva a la librería de la esquina y que te invita a quedarte, pedirle una recomendación al librero, y salir con un clásico que puede que empieces a poder descifrar al final del Erasmus. Amar conocer a gente nueva, nuevos nombres, países, sueños, ilusiones; pero también amar llamar a tu abuela en Madrid y que te actualice en las novedades de la familia y que te recuerde por encima de todo, de la suerte que tienes.
Cuando miro atrás a estos meses tan inmerecidos y regalados; solo puedo comprar un ramo lirios blancos y dar las gracias. Agradecer los nombres y rostros que empezaron siendo coincidencias y han acabado siendo fuente de amistad, diversión y verdad. Agradecer a los nombres que se quedaron en el encuentro y a los que dejo, y a los que me llevo tan inmerecidamente a España. Agradecerle tanto a esta ciudad que a tanto me invita y tanto me libera y a tanto me compromete. No puedo dejar de agradecerle a tantos artistas su obra y vida; porque de ellos nace y crece mi sensibilidad: al movimiento y delicadeza del cuerpo por Rodin; a los colores y como se mezclan y se entienden por Cézanne y Renoir; a la incomprensión y soledad por Van Gogh. Sensibilidad al asombro y la ternura y la vida por Monet.
Me gusta pensar en esta etapa como un entramado de lazos de colores. No, mi Erasmus no ha sido de desprenderme de la vida y perderme y girar entorno a esa libertad de maniobra que tantos a nuestra edad añoran. Mi Erasmus ha sido enlazarme. Tener la libertad de elegir vincularme. En Madrid tenemos ya tantos compromisos que se nos olvida revisar si verdaderamente los hemos elegido o nos pesan y atan. Porque el vínculo verdadero libera e invita a crecer.
Lazos de colores y nombres. Los nombres de mis amigos, de mi familia y como no, de mis pacientes. Parte de mis lazos en París se quedan y se van con mis pacientes; que todos los días me han recordado que sí, sí que se puede amar y servir en el quirófano, con el estetoscopio, y con la escucha.
Entre todos estos lazos de amistad, de verdad, de compromiso, de cansancio, de diversión, de estudio, de arte y de amor; me encuentro sobrepasada. Me encuentro sumisa en el sueño de algo que se acaba ya. Y he de despertar. ¿Debo?
No, creo que puedo vivir en el sueño que ha sido este año. Esta forma de vivir no es un punto y aparte. Mi estancia en París acaba para que el sueño continúe y tenga un sentido. Un sentido para mi vida. Si no fuese así, todos estos lazos los perdería, el crecimiento, la sensibilidad y la forma de mirar no serían una parte de mí ni de quien quiero ser. Este sueño, todo lo que he aprendido es una forma de mirar y de buscar y de entender.
Me voy a comprar unos lirios blancos. Para el Señor y Su madre. Por este sueño. Un sueño en el que he vivido despierta, acompañada, vinculada, amada y tan profundamente agradecida.