“Con el alma arrugada y en tinieblas. Así se encontraba Barioná, el zelote judío que se resiste a la ocupación y explotación de los romanos y decide proponer a los suyos convertirse en un pueblo “para la muerte”, cerrando la posibilidad de concebir nuevas vidas. Es drástico. El sufrimiento y el sinsentido de una existencia aparentemente estéril -no pudo tener hijos, con lo que ello supone en su contexto-, a la que se suma una opresión extranjera, le conducen a dictar que no habrá futuras generaciones que pasen por lo mismo porque directamente nadie tendrá la oportunidad de vivir. “No más niños. No tendremos más relaciones con nuestras mujeres”. No hay esperanza. Cerrémonos a nuestra propia carne.
El famoso pensador Jean-Paul Sartre (1905-1980) nos introduce en este escenario en el que fue su primer teatro: Barioná, el hijo del trueno (1940). Una obra única y especial -sorprende sobre todo por proceder de la pluma de este autor-, escrita en un campo de prisioneros de guerra alemán en el que se encontraba el filósofo el año mencionado. Resulta que, acercándose el momento de las fiestas de Navidad en plena II Guerra Mundial, el capellán del campo hizo lo posible por conseguir permiso para celebrar la Misa del Gallo. El permiso le fue concedido: no habría toque de queda esa noche y, además, podrían celebrar un concierto. Sartre participa de estas novedades y, ante la sorpresa de los demás, él mismo propone recuperar la tradición de los Misterios. En apenas seis semanas escribe una obra, ensaya, dirige a los actores y supervisa vestuario y decorados. La obra se representa tres días seguidos causando gran conmoción en quienes la presenciaron .
¿Qué vieron unos seis mil prisioneros aquel día y por qué tiene esto algo que ver con el tema que tratamos? Como introducíamos, Sartre muestra la historia de un hombre -que podría ser cualquiera de los espectadores de aquel 1940, pero también cualquier lector de hoy- abatido por la desesperanza, que se niega a ser partícipe de algo que está ocurriendo cerca, en Belén: un nacimiento precedido por diversos signos misteriosos. Barioná, obcecado, se queda solo. Podríamos decir con Charles Taylor en A Secular Age (2007) que se convierte en un sujeto impermeabilizado, que imposibilita el paso y la inundación de sí mismo por parte de otros y que intenta construir su propio ‘yo’ . Por otro lado, están su mujer Sara, sus amigos y conocidos del pueblo de Bethaur, que, deseosos de encontrar una nueva luz y siguiendo los signos, quieren ver qué está pasando en ese lugar al que todo apunta, están abiertos a lo que les rodea, vulnerables a la realidad y en diálogo con ella; porosos en términos de Taylor…
Nuestro protagonista, inmerso en la espiral de amargura que le lleva incluso a disponerse a asesinar al Niño que tanto revuelo está causando, se topa de bruces con la realidad al llegar al portal: una mirada de un padre a su hijo que redimensiona la existencia. Barioná queda inerme y su armazón férreo comienza a resquebrajarse. Poco a poco se abre al misterio, escucha lo que le dice Baltasar: “Todo tú eres un don gratuito a perpetuidad”. Un don…, el que también había descubierto en la mirada de ese padre. Esta revelación da un giro a la vida.
¿Y qué ocurre entonces? Se pasa de la agonía al descanso y la esperanza, del monólogo enfermizo “yo-mí-me-conmigo” a la apertura al otro, del egoísmo a la entrega de sí, de la impermeabilidad a la porosidad. En definitiva, de darse muerte a dar la vida, pues, como dice Fabrice Hadjadj, solo hay dos opciones: el suicidio o el martirio . Y todo esto aparece dibujado ante el espectador-lector de Barioná, mostrándose la segunda como la respuesta más acorde a nuestra naturaleza humana, naturaleza común pese a los distintos momentos de la historia. Y es que el don que somos está llamado a darse para vivir en plenitud, así lo hizo el Niño que vino y viene. Ya nos mostró el camino, cómo vivir…
¡Feliz Navidad!”
Susana Sendra