En mayo de 2012, coincidiendo con el lanzamiento en DVD de Sherlock Holmes: juego de sombras (RITCHIE, 2011), la Guinness World Records anunció que, hasta la fecha, Sherlock Holmes era el personaje de ficción “humano” que más veces había aparecido en adaptaciones cinematográficas y televisivas. Un total de 254 apariciones en pantalla —48 más que Hamlet, la siguiente figura literaria en popularidad— y más de 75 actores habiendo encarnado al detective desde finales del siglo XIX avalaban tal anuncio (LEDWITH y ENOCH, 2012). ¿Qué puede añadir, entonces, una nueva entrega de sus andanzas al universo ficcional del personaje?
Cuando uno repasa la filmografía holmesiana, se encuentra todo tipo de adaptaciones, desde réplicas escrupulosamente fieles a la obra de Arthur Conan Doyle hasta revisiones libres realizadas no tanto a partir del original literario cuanto del mito presente en la cultura popular. Para entendernos, desde el Holmes escrupuloso, elegante y sereno de Jeremy Brett (COX, 1984-1994) —que muchos lectores de Doyle consideran como el más parecido al Holmes primigenio— hasta el estrafalario, exadicto y tecnófilo consultor de la policía de Nueva York de Jonny Lee Miller (DOHERTY, 2012-) o el Holmes borrachín, perezoso, mujeriego y farsante de Michael Caine (EBERHARDT, 1988). Nada nuevo, en realidad. Con más de un siglo de vida, el personaje de Holmes y las coordenadas básicas (temáticas, psicológicas) que componen su universo narrativo hace tiempo que trascendieron el molde inicial para instalarse en el imaginario colectivo. Y es que la pareja formada por Holmes y Watson remite a numerosos universales humanos: idealismo y realismo, la búsqueda de la verdad y de la justicia, el amor, la amistad y la soledad, el lugar de la inteligencia en el conjunto de la vida humana… Además, simbólicamente, también remite a otras parejas literarias, siendo quizá la de Quijote y Sancho la que más a mano tenemos los lectores hispanos.
Acaso no haya mejor manera de probar la vigencia del personaje que lanzándoles una pregunta. ¿Alguno de ustedes no conoce a Sherlock Holmes? Y otra más. ¿Dirían que es un tipo listo? Si, como imagino, contestaron que “no” a la primera y “sí” a la segunda, entonces están en perfecta disposición para disfrutar la película que aquí se comenta. Lo están porque, si les suena el personaje, podrán divertirse estableciendo conexiones y comparaciones con según qué Holmes hayan convivido y/o privilegien en sus recuerdos. Pero también lo están porque si entienden que Holmes es inteligente, posiblemente es que ya estén en posesión, consciente o inconsciente, de una idea sobre lo que es la racionalidad humana. Las líneas que siguen simplemente pretenden esbozar una breve reflexión a partir de estos dos ejes, a saber, la reinterpretación del mito de Holmes y la consideración sobre la inteligencia que se desprenden de la película de Bill Condon.
Una paradoja actual
Hablar de Sherlock Holmes en nuestro tiempo no deja de tener algo de paradójico, pues es hablar de un símbolo de la inteligencia en una época que desconfía de la racionalidad. ¿Qué época? La posmoderna, por supuesto, caracterizada por un modo de pensar y vivir que encuentra eco en el ámbito estético, en el filosófico y en el sociopolítico y que, en aras de la brevedad, podríamos resumir como una actitud de sospecha.
Una actitud no es algo que se pueda teorizar ni concluir a partir de un razonamiento, pero sí se puede rastrear en sus orígenes e indicar en sus manifestaciones. Seguramente, las raíces de la sospecha posmoderna se hallen en los tres autores —Marx, Nietzsche y Freud— que Paul Ricoeur (1973) etiquetó como “maestros” de la sospecha y cuyo pensamiento, si tiene algo en común, es justamente la sospecha de la exaltación ilustrada de la razón, cuyos adalides presentan como garantía de saber cuando, en realidad, está condicionada por intereses económicos y de clase, es incapaz de conocer un mundo que es irracional y, además, está dirigida por el inconsciente dinámico.
De aquellos polvos, estos lodos, pues ¿de qué sospecha el posmoderno? Fundamentalmente, del saber (LYOTARD, 1987). El posmoderno rechaza que haya algún conocimiento “privilegiado” acerca del mundo, de la historia, del ser humano, de Dios. Las distintas explicaciones que podemos encontrar en la ciencia, en la filosofía, en la literatura, en la economía, en la historia, en el arte… no son más que relatos, ficciones, que pueden ser más convincentes o persuasivos según quién lo defienda, pero que en modo alguno son más “verdaderos” que otros relatos, vengan de donde vengan (parapsicología, medicina mágica, astrología…). El conocimiento que tenemos del mundo es contextual, depende del momento, de las ciencias que en cada época tengan más prestigio, de los movimientos políticos, los proyectos de investigación financiados por la industria y los gobiernos, del grado de difusión que tienen ciertas investigaciones en prensa y medios… En última instancia, el mundo tal como es no se puede conocer, de ahí que haya que sospechar de cualquier discurso que se presente como un modo de “saber”. En contra del proyecto moderno y su ideal de un conocimiento racional perfecto o basado en fundamentos incorregibles, el posmoderno enfatiza que la racionalidad y el conocimiento humano siempre es interesado (FLAMARIQUE, 2010: 63-66), de ahí que a lo sumo pueda proponer una racionalidad débil.
Espiritualmente, por tanto, nuestro tiempo está muy lejos de aquel optimismo decimonónico basado en el auge de la ciencia y el positivismo que flotaba en el ambiente cuando Doyle escribió los relatos originales y que recoge magistralmente la película Sherlock Holmes y el arma secreta (NEILL, 1943) cuando su protagonista concluye que “no hay problema creado por la mente humana que la mente humana no pueda resolver”. El relato policial y detectivesco clásico, en efecto, partía de una cosmovisión para la cual “la realidad puede ser no sólo conocida sino también controlada, ordenada tanto por la lógica como por la justicia” (PARDO GARCÍA, 2007: 250). En las obras de Doyle, Agatha Christie o Edgar Allan Poe lo racional triunfa sobre lo irracional y el orden se restaura tras el desafío al mismo representado por el crimen, generando así en el lector y/o en el espectador un sentimiento de seguridad y confianza epistemológica y moral. De esta manera, el relato “efectúa una especie de exorcismo racional de la irracionalidad y refleja una visión optimista y una actitud positivista ante una realidad potencialmente caótica” (PARDO GARCÍA, 2007: 250). El misterio se comprende, el caso se resuelve, los culpables son descubiertos y reciben su castigo.
El contraste con nuestra época no puede ser más pronunciado, pues si algo es cualitativamente paradigmático en muchos de los relatos detectivescos que se escriben o ruedan hoy en día es su carácter anti-detectivesco, esto es, la negación o cuestionamiento de que la mente humana pueda encontrar o dar sentido al mundo. El rasgo fundamental de este tipo de relato es, justamente, “la suspensión de la solución, la no solución o la parodia de la solución, para así enfrentar al lector con la ininteligibilidad o la indeterminación del mundo: nada mejor para mostrar tales ideas que poner en escena un detective que se esfuerza por dar solución a un enigma pero que no lo encuentra o, si lo hace, es una solución problemática” (PARDO GARCÍA, 2007: 251-252).
Bastaría recordar La muerte y la brújula, de Jorge Luis Borges (1997 [1942]), o Insomnio de Christopher Nolan (2002) para entender de qué estamos hablando.
De ahí, en definitiva, lo llamativa que resulta la pervivencia de un personaje como Sherlock Holmes, cuyas historias nos ayudan a ver el mundo de un modo en que predomine el orden sobre el caos, el ser sobre la precariedad de la existencia. Dejando a un lado sus continuaciones literarias, la vigencia de este mito en la pantalla, hoy, sólo se explica por los sucesivos intentos de distintos autores por desmontar —parcialmente, claro— la visión idealizadora de la inteligencia que contiene el relato canónico. Así, por ejemplo, en La vida privada de Sherlock Holmes (WILDER, 1970) la inteligencia puede ser vencida por el corazón; en la serie Sherlock (GATISS y MOFFAT, 2010-) puede conducir al aislamiento y a resolver problemas sin comprenderlos; y en Mr. Holmes la capacidad analítica se ve fatalmente limitada por la edad y la memoria.
La ficción como necesidad humana
En su concepción inicial, Mr. Holmes comparte algunos rasgos del relato anti-detectivesco. La acción se sitúa en 1947, en una casa de campo donde reside un avejentado Sherlock Holmes, retirado desde hace tres décadas tras haber sido incapaz de resolver un caso. Peina 93 años y la mayoría de sus allegados ha fallecido: de Watson, Mycroft, la señora Hudson, el inspector Lestrade o el doctor Moriarty sólo queda el recuerdo. Y apenas. Sólo Roger, el hijo del ama de llaves, hará las veces de aprendiz, instando al otrora mítico detective a que termine de escribir el relato de aquel misterio no resuelto. ¿Inconveniente? Que a duras penas puede Holmes rememorar todos los detalles. Sabe que el caso terminó mal, pero no por qué. “Debo haber hecho algo terrible”, se dice a sí mismo.
A partir de aquí, la película retoma el formato detectivesco clásico para narrar tres “casos” distintos: en el presente inmediato, Holmes y el pequeño Roger procuran averiguar qué o quién está causando la muerte de las abejas que el anciano cuida a diario; en el presente más extendido, Holmes evoca un viaje reciente a Japón, a donde se desplazó a instancias de un corresponsal para encontrar una planta peculiar; y, por último, la película retrocede a 1919, en que el detective acepta el caso de Ann Kelmot, una mujer “hechizada” por una profesora de música.
Ciertamente, en la película se “resuelven” todos los casos. Y, de alguna manera, en las tres subtramas subyace una justificación lógica, acorde a la personalidad del protagonista, que practica la apicultura para obtener jalea real y demostrar sus propiedades curativas, que acude a Hiroshima para buscar una planta con que paliar sus deficiencias cognitivas, y que es capaz de descifrar las consecuencias psicológicas de la maternidad frustrada en la conducta errática de una esposa solitaria.
Imagen 1. Holmes y Ann Kelmot, dos almas solitarias. Mr. Holmes (2015)
Bill Condon articula estos hilos mediante una puesta en escena correcta y predecible, así como de un montaje preciso y ajustado (tras la presentación de los personajes y su entorno, a los veinte minutos de metraje se introduce el caso Kelmot, que se retoma con fuerza en el segundo acto de la película, veinte minutos más adelante). Con todo, a primera vista, el resultado final del film es un tanto desigual, y así lo destacaron los cronistas tras su primera proyección en el Festival de Berlín 2015. Muchas de las críticas que, tras su estreno comercial, recibió el film replicaban las que ya generó la novela original de Mitch Cullin (2005) en que se basa la historia, a la que, básicamente, se le achacó rebajar en exceso al detective presentándolo como un mero anciano senil, detenerse más de la cuenta en la descripción de las labores apicultoras y, sobre todo, no presentar un caso central más absorbente. La adaptación de Jeffrey Hatcher hace lo que puede por integrar mejor el motivo de las abejas y modifica sustancialmente el dramático final de la novela pero, aún así, se echa en falta algo más de ambición a la hora de desarrollar la subtrama en el pasado.
Imagen 2. Las abejas muertas, metáfora del deterioro del protagonista. Mr. Holmes (2015)
Que el más grande de los detectives solucione un caso pero sea incapaz de impedir su fatal desenlace no es novedoso en los relatos de Holmes ni le resta un ápice de grandeza al personaje. Lo que, hasta ahora, no habíamos visto en pantalla —aunque, últimamente, es un tropo que aparece cada vez más, como en Remember (EGOYAN, 2015), sobre la incapacidad un superviviente del Holocausto para encontrar al criminal de guerra responsable de la muerte de su familia— es que Holmes tiene un adversario mucho más poderoso que cualquiera de sus enemigos: el tiempo. Precisamente, es este apunte crítico-realista sobre el intelecto humano el detalle anti-detectivesco que hace que Mr. Holmes prolongue la vigencia del mito. ¿Cómo resolver un caso cuando la propia constitución física del detective lo dificulta o impide? La respuesta de la película es clara y, a la vez, sugestiva: a través de la ficción.
Tanto en la escritura como en la resolución de problemas no deja de haber una cierta lucha contra el tiempo, manifiesto tanto en el esfuerzo del investigador por reconstruir las condiciones de un problema tal que quede cancelado como en la pretensión del relato de estructurar lo que en la vida real no se da de forma ordenada y, de paso, perdurar en la memoria de los lectores. Acaso el ánimo infatigable con que el Homes literario y cinematográfico acomete cada uno de sus casos no haga sino revelar una singular forma de huída del vacío existencial o, viceversa, un ansia de hallar sentido a la vida (recordemos que otro de los lugares comunes del universo holmesiano es, justamente, el aburrimiento del personaje cuando carece de casos, quizá porque no sabe ver en la vida corriente nada asombroso). Sea como sea, en Mr. Holmes es sólo a través de la re-escritura de Sherlock Holmes y la dama de gris —la novelización del caso Kelmot por parte del doctor Watson que nunca satisfizo a su partenaire— que Holmes será capaz de trascender la verdad de los hechos y usar su razón a un nivel más allá de lo lógico, lo analítico y lo instrumental. Será capaz de comprender, un tipo de conocimiento de contornos más imprecisos que, según Hannah Arendt, implica enfrentarse a la realidad y reconciliarse con ella, en particular con el sufrimiento, cuyo afrontamiento engendra sentido y vínculo con el otro (LUDZ, 2010: 14-16).
Imagen 3. “Estimado sr. Umezaki…”. Mr. Holmes (2015)
¿Y qué es lo que comprende Holmes? Que los seres humanos necesitamos algo más que la verdad de los hechos, los cuales son susceptibles de ser descritos con verdad… aunque carezcan de significado. ¿Es casual que los dos flash-back de la película se sitúen en 1919 y 1947, al cabo de las dos guerras mundiales, acaso la máxima expresión de irracionalidad acaecida durante el siglo pasado? Cuando Holmes visita Japón, rápidamente descubre las intenciones de Umezaki, el guía que le ha llevado hasta allí y que ahora pretende que el detective le revele la verdad sobre su padre, un diplomático nipón que hace tiempo abandonó a la familia y alegó hacerlo por consejo del propio Holmes. “No sería el primer hombre en ocultar su cobardía bajo un manto de sacrificio” deduce con rapidez Sherlock a partir de los hechos del caso. ¿Suficiente? En modo alguno. La carta final (y ficticia) que Holmes dirige a Umezaki, corroborando (y embelleciendo) en primera persona la historia del padre, se erige así en un bello y emotivo testimonio de la necesidad humana de la ficción, una cuestión meta-literaria que constituye lo mejor de Mr. Holmes.
Juan Pablo Serra Bellver
(Alberto Fijo (ed.), Cine pensado: estudios críticos sobre 30 películas estrenadas en 2015, Fila Siete, Sevilla, 2016, 185-193)
Mr. Holmes
Ficha
Dirección: Bill Condon
Guión: Jeffrey Hatcher, a partir de la novela de Mitch Cullin
Fotografía: Tobias A. Schliessler
Montaje: Virginia Katz
Música: Carter Burwell
Diseño producción: Martin Childs
Vestuario: Keith Madden
Intérpretes: Ian McKellen, Laura Linney, Milo Parker, Hiroyuki Sanada, Frances de la Tour
Duración: 103 min.
País: Reino Unido
Distribuidora en España: DeaPlaneta
Estreno en España: 21.08.2015