Guillermo Pierres, alumno de 2º
No hay nada más plúmbeo que estudiar Derecho. Tan solo pronunciarlo me genera profunda desgana. Es esta una carrera de horizontes cerrados, un universo de rigidez; un espejo de la realidad tal como es, no como quisiéramos que fuese. En última instancia, este enfoque puede desembocar en la adopción de una perspectiva positivista de la realidad; y ésta termina por perder su chispa, su sabor, su salseo. Pero hay veces en las que estos profesionales de toga y peluca han dejado boquiabierta a la recia y austera comunidad de juristas y al mundo entero. Hoy, que imagino que las pilas estarán descargadas, no nos pondremos técnicos. Hoy hablaremos de poesía y de justicia (que no son antónimos, lo aseguro); de cuando no juzgó la ley sino la metáfora. Hoy hablaremos de las sentencias más bellas de la historia del derecho.
Ha habido magistrados cuyos veredictos, tan poéticos como justos, han perdurado más por el ingenio que por el contenido. A tal efecto, os he ordenado las que a mi parecer suponen las tres sentencias más nobles en forma y en fondo de la historia.
Empecemos pues por el Reino Unido. He seleccionado esta sentencia porque demuestra hasta qué punto difiere nuestro modo de ver el derecho del suyo; y quién dice derecho, claro está, dice la vida. Los absurdamente educados bebedores de té, lo sabemos todos, respiran escepticismo. En palabras más banales, ni de su sombra se fían. Debido a esto, su modo de redactar y aplicar contratos se caracteriza por el rigor y por un férreo literalismo. Dicho de otro modo, se aplica lo que dice el contrato; nada más, nada menos. En estas, Shylock, un prestamista, exige una libra de carne como garantía de un préstamo. En el juicio, el juez dicta que puede tomar la carne, pero a condición de que no derrame ni una gota de sangre, ya que la sangre no estaba estipulada en el contrato. Voilá. Que viva la confianza.
De los tribunales británicos saltamos a un escenario bíblico. Este es, quizás, el caso más famoso de todos. Es esta una sentencia bíblica. Una sentencia de amor. Un cierto día, el rey Salomón recibe a dos mujeres que declaran ser madres del mismo hijo, disputándoselo como quién juega a la soga. No siendo estas pareja, significaba que una decía la verdad y la otra mentía. Salomón, entonces, agarró su mandoble, lo alzó al cielo, y se dispuso a duplicar el bebé por mitosis. Pero en menos de lo que canta un gallo, una de las mujeres se le abalanzó encima, rogándole que no lo matara, sino que se lo diera a la otra. El sabio rey lo vio entonces claro: que la verdadera madre era aquella dispuesta a sacrificar su gozo por la vida de su pequeño. Esto, señores, es el culmen de la sabiduría; el culmen de la naturaleza humana.
La última, y personalmente mi favorita, se la debemos a un santo y abogado (que, de nuevo, tampoco tienen por qué ser antónimos). En la Francia del siglo XIII, un mendigo se acercó a la ventana de la casa de un rico para oler lo que preparaban en la cocina. El ricachón, entonces, descubrió al vagabundo curioso y hambriento y, sin mediar palabra, lo denunció ante el juez por oler su comida. San Ivo, que tenía fama de justo, escuchó a las partes y dictó su veredicto. Entonces, en un gesto teatral, pidió al mendigo que dejara caer su única moneda sobre el estrado, la única que poseía. El rico, complacido, prestó oído al sonido del metal al caer sobre la madera. Entonces, el juez, con una leve sonrisa, sentenció:
– Si he juzgado justo que este hombre pague por el aroma de tu comida, tú también te contentarás con el sonido de su moneda.
Y, ante la mirada incrédula del comerciante, devolvió la moneda al pobre.
Estas son, queridos lectores, algunos de los destellos inconstantes de genialidad que se presentan en la carrera jurídica. Hoy los sigue habiendo, no me malinterpretéis, pero está eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y ya quisiera yo ver a Calatayud resolver un litigio con una semejante sensibilidad. O, al menos, con un semejante ingenio. En esta disciplina de tediosos tecnicismos encuentro consuelo en el afán de unos poco de trascender lo rigorista. Porque a veces la ocasión requiere frialdad, pero en el resto, ¿qué nos impide divertirnos un poco? ¿Qué nos impide, acaso, hacer de la vida —y del derecho— un arte? Y quién sabe, quizás algún día volvamos a ver a un jurista con la audacia y la sensibilidad de un Salomón o un San Ivo. Hasta entonces, nos queda el recuerdo de aquellos que supieron decidir como humanos y no como autómatas. Aquellos que, con la justa finura, rascaron la superficie del derecho y se atrevieron a desafiar lo prosaico.