NO ES LO MISMO EL TEATRO QUE EL TEATRO

27 MAY

Tuve ocasión hace unos días de acudir a las Naves del Español, en el Matadero de Madrid, para ver El Jurado, obra que me habían aconsejado y que está basada en el clásico del cine Doce hombres sin piedad (siempre me ha gustado más el título original: 12 angry men, con número). Posiblemente esto ya era un aviso de que la obra, en el mejor de los casos, me iba a dejar templado, pues estar a la altura de Sidney Lumet en la dirección y de Henry Fonda en la actuación son palabras mayores. Aún así, acudí con mi mejor predisposición y, debo reconocer, la puesta en escena me pareció atractiva e incluso, pasados unos 20 minutos y con cierta fuerza de voluntad, pude obviar la sobreactuación de algunos miembros del elenco de actores.

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La cuestión bien conocida sobre la duda razonable de la película ha sido adaptada a la idiosincrasia española contemporánea, de manera que durante una hora y media se hace un repaso a aspectos que, aunque algo tópicos, no están faltos de interés: la honestidad de los políticos, la equidad impositiva, la frivolidad de la opinión pública, la banalización de lo comunitario, la corrupción, la falta de conciencia cívica, la relación entre ley y moral, la monopolización de conceptos por parte de las ideologías, la diferencia entre justicia y revancha, la demagogia como perversión de la democracia y, finalmente, la gran pregunta: ¿somos todos corruptibles?

Creo que es bueno que los espectadores-ciudadanos reflexionemos sobre estas cuestiones de vez en cuando, y si es ocasión una obra que plantea una duda razonable sobre un supuesto político corrupto, miel sobre hojuelas. El problema es que, en este caso, pierden director y actores una buena oportunidad de aproximarse a este tema sin la puñetera tendencia española de pasar todo por lo políticamente correcto, por el tamiz de la ideología, por el prejuicio y por querer que los españoles piensen como uno quiere que piensen. Vamos, que en lugar de respetar el espíritu original de la película, el director y guionista de El jurado decide culpabilizar a alguien en concreto, destrozando la idea original de lo que significa la razón, la duda, la opinión y la honestidad desinteresados. ¡Qué oportunidad perdida! ¡Qué lejos estamos de solventar nuestros problemas como sociedad si no somos capaces de abandonar los prejuicios y la mentalidad dialéctica –el conflicto de intereses como explicación última de las relaciones -de las cosas!

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Como espectador me sentí defraudado, con la obra, con los actores que entran en ese juego, y con el público que, vaya usted a saber, quizá sentían lo mismo que yo pero sus rostros y aplaudir efusivo me mueven a pensar lo contrario. No es que yo tenga la razón, pero para mi gusto, el teatro debería ayudarme a forjar el criterio –ése debe ser el objetivo del arte- no a consumir un determinado y predispuesto discurso.

Semejante desilusión había que solucionarla de inmediato, de modo que no perdí la oportunidad de ir a escuchar a Rafael Álvarez, “el Brujo” quien, durante varios meses, ha estado en Madrid celebrando los 25 años de su primera función del Lazarillo de Tormes.

Ir a visitar al Brujo es una experiencia que busco de tiempo en tiempo. No es que siempre esté magnífico, pero es extraño el día que me deja indiferente y que no me lleve a reflexionar sobre las más diversas cuestiones. Es cierto, lo reconozco, su Odisea o El asno de oro no me mataron, pero El evangelio de San Juan, Mujeres de Shakespeare, Cómico, La luz oscura de la fe o San Francisco, jugar de Dios, me arrebataron. No sólo a mí, sino a la cohorte de seguidores que Don Rafael tiene por todo el país. Y no es para menos: es difícil conseguir tantos premios como él atesora, tener tantas obras en cartel al mismo tiempo, llevar más de 45 años actuando a un ritmo escandaloso y, sobre todo, ser considerado el último trovador, un trovador contemporáneo, que no es poca cosa.

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Rafael Álvarez embruja por varias razones. Primero, por su extraordinaria memoria (cuando escribo estas líneas, el bueno del Brujo tiene no una, ni dos, ni tres, sino siete obras en cartel, amén de otras cinco obras presentadas el año pasado). Segundo, por sus dotes actorales, combinando la declamación, la mímica, la imitación o el clown de un modo tan asombroso como natural. Tercero, por su atrevimiento, al no temer recuperar obras clásicas revisándolas a su manera, como Picasso hizo con Las meninas. Cuarto, por su cultura, rica, inmensa, que pasa por el latín, el griego, el arameo, el castellano viejo, los maestros del teatro universal o los magos del Siglo de Oro español. Quinto, por su sentido del humor, siendo capaz de elevar el espíritu y hacerlo caer estrepitosamente a la arena en un segundo, a través de chanzas, charadas o jugando al despiste con su técnico de luces y sonido.

Para que no piense nadie que soy un exagerado, decidí tomar notas de aquellas cosas que nombró el Brujo mientras representaba el Lazarillo, para comprobar lo estrambótico de la situación: Zurbarán y el tenebrismo español, la orden de los Jesuitas, la cafetería Nebraska sita en la Gran Vía madrileña, el minimalismo, el liberalismo y el neo-liberalismo, la danza contemporánea, el canal 3 efecto 27 de la sala de teatro –que supuestamente había de ver con la luna-, las series de televisión españolas -cómo después de Isabel va Carlos y conseguirán unirlo con Cuéntame-, Merkel y Rajoy –“para gobernar España nunca ha hecho falta hablar bien español”-, George Clooney y la Nespresso, el 21% de IVA, el grupo teatral catalán Tricicle, Puigdemont y la política minimalista catalana, el arte conceptual del Guggenheim, la política conceptual de Rita Barberá, Fernando Fernán Gómez –“en España gusta mucho ver sufrir al actor, no al personaje”-, el teatro del siglo XVI y la Compañía de Teatro Clásico, Juego de Tronos, Norma Duval, Estopa, Rafa Nadal, el Real Madrid C.F., el performance de gestión municipal de Manuela Carmena y Rita Maestre, El Rey León y Marina Abramovic en el MOMA.

No mentía. Es todo un alarde de verborrea, sabiduría, diversión y mucha libertad. El Brujo hace sobre las tablas, literalmente, lo que quiere, pero en el sentido agustiniano (dilige et quod vis fac, ama y haz lo que quieras). Y esa es la manera que tiene el Brujo de amarnos y nosotros a él. No impone su pensamiento, no dirige al espectador a lugar alguno, no hace ideología escondida, no disfraza segundas intenciones. Él habla y se mueve, los demás escuchamos y observamos, cada uno interpreta lo que quiere, juntos compartimos un espacio de reflexión y creatividad auténtico. Esto es teatro, y por eso, opino, que no es lo mismo el teatro que el teatro.

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