Llevarse uno a sí mismo la contraria es una de las cosas más sanas que pueden hacerse. Aunque bien mirado, no voy a llevarme la contraria propiamente, sino a cambiar radicalmente de tercio tras el último post sobre arte contemporáneo. Si la semana pasada hablábamos sobre lo difícil que resulta emitir un juicio objetivo sobre el arte actual, hoy me desmarco con algo a priori mucho más simple, al menos en apariencia, como es el arte prehistórico.
Para ser sincero, acudí al Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid con no muy altas expectativas. Todo lo que recordaba de ese museo es que de pequeño vi un esqueleto enorme de dinosaurio que me impresionó, y que el día de nuestra boda mi mujer y yo decidimos hacernos las fotos de recién casados en el monumento a la Constitución Española de 1978 (así de cívicos somos) que está al lado del bicentenario edificio.
Cuando uno ha tenido la suerte de visitar museos, instituciones, universidades y ciudades nacionales e internacionales puede caer en el error de convertirse en un bárbaro que desprecia lo sencillo y lo cercano, o sea, en un pedante ignorante y bruto. Este riesgo lo corremos todos y me reconocí como tal cuando entré en la exposición “Arte y naturaleza en la prehistoria. La colección del MNCN-CSIC”.
“Visto uno, vistos todos”, pensé, “esto ya me lo sé”. Mi soberbia intelectual, que mete en un mismo cajón el Neolítico y el Paleolítico, se dio de bruces con una magnífica exposición que sirvió, entre otras cosas, para demostrar que la ignorancia es muy atrevida. El día me tenía preparada una lección, todo un aprendizaje en tres fases:
PRIMERA FASE: ¡ESTO ES AUTÉNTICO ARTE! Lo que yo creía que se trataba de unas siluetas toscamente elaboradas sobre piedra resultaron ser cuidados elementos decorativos de una extraordinaria belleza, incluso impregnados de cierta magia. Un arte delicado, preciso y tecnicolor, un trabajo disciplinado, una técnica adaptada a la representación simbólica o figurativa. ¡Auténtico arte! Artistas capaces de representar la belleza con una fina pluma de ave o una modesta astilla. Cabré, famoso arqueólogo, reconocía allá por 1915, las “pasmosas lecciones de seguridad en el trazo, de sencillez en la línea, de justeza en la expresión realista” en estas pinturas.
SEGUNDA FASE: UNA REALIDAD REPRESENTADA. Más allá de las figuras de chamanes, gurús e indalos, las figuras humanas y animales destacan por su elaboración y cuidado. Preciosas imágenes propias de un telar africano o del fauvismo que van purificándose tras varios intentos, nos permiten observar algunas vestimentas, técnicas de caza o la fauna de la zona (astur, levantina, gaditana o almeriense según hablemos de la Cueva del Pindal, la de la Araña, la Cueva del Tajo de las Figuras –donde se representan aves volando, algo muy extraño en toda la figura prehistórica conocida- o de la Cueva de los Letreros, respectivamente). A fin de cuentas, el hombre pinta lo que ve, como explica Cabré: “¿Qué harían allí tales gentes y por multiplicados días? Pues vivían de la caza, pensar en ella, en los medios para conseguirla y en prepararlos; su ambición y su ideal tendrían siempre ante los ojos las variadas carnes del mamut y del bisonte, del caballo y del ciervo, de la cabra salvaje, y no añado al reno por casi no haber existido en España”. Aunque también hay otros, como Obermales y Vega del Sella, que interpretan estas pinturas en clave religiosa: “Estas pinturas no fueron ejecutadas por un motivo decorativo, sino más bien con fines mágicos o religiosos”. Personalmente desconozco la intención ulterior, pero eso no me impide admirarme de su obra.
TERCERA FASE: LO QUE PERMITE QUE LO CONTEMPLEMOS HOY. Me rindo ante los responsables de la exposición no sólo por el contenido, sino por poner en valor el titánico esfuerzo de ciertos arqueólogos de los años veinte y la precisa restauración de los técnicos de hoy. Lo que contemplamos en esta exposición es posible gracias a la extraordinaria empresa realizada por hombres de la talla de Juan Cabré Aguiló o de Francisco Benítez Mellado, quienes dedicaron todo su talento a la copia y conservación de las pinturas de algunas cuevas que ya no existen, o cuyas pinturas han sido devoradas por el agua y el viento. Digno de admirar es también el trabajo realizado por la Comisión de Investigaciones Paleontológicas y Prehistóricas, auténtico referente internacional en el primer tercio de siglo de cuidado y difusión del arte prehistórico. ¿Pero qué hubiese sido de aquellos calcos, de aquellas copias y representaciones sin la delicada mano de hombres y mujeres que han sabido recuperar con gran mimo aquel centenario trabajo?
Aún anonadado salí de aquellas salas, excitado y reconfortado, valorando la vocación de los restauradores, el coraje de unos arqueólogos y el arte de nuestros antepasados. Benditos sean, pues, estos museos, auténticos oasis para el alma.