
ELUS POR EL MUNDO – LÁZARO CRUZ DANTA
Por:
Hay momentos en la vida en los que uno siente que está llamado a hacer algo, aunque no sepa muy bien por qué, y aunque haya quienes tampoco entiendan las razones de ello. Puestos en esta situación, aparece la disyuntiva sobre cómo proceder: ¿te dejas llevar por la corriente o decides tirar hacia adelante con esperanza y convicción? Yo, afortunadamente, elegí lo segundo, y, hoy, este alma sureña se complace de haberse dejado guiar hasta el norte de Italia, hasta la discreta Turín.
Cuando hace ya más de un año me dispuse a realizar mi solicitud de Erasmus para tercero de carrera, no tardé mucho. Leí “Turín” y la marqué como primera opción. Quizá por intuición; aunque creo, sinceramente, que por algo más profundo.
Ya desde bien pequeño, por los trece años que estudié en un colegio de los Salesianos, Turín nunca me ha sido una ciudad ajena. Todas aquellas historias de un sacerdote, Juan Bosco, que dedicó su vida, en los tiempos de la industrialización, a ayudar a niños y jóvenes empobrecidos que llegaban a la metrópolis y terminaban maltratados, explotados y negados en sus derechos y libertades, me marcaron para siempre. Por ello, de algún modo, sentía que ese lugar, cargado de significado para mí, tenía algo especial esperándome.
Y no me equivoqué.
Estudiar Derecho —o como tanto me gusta que lo llamen aquí, Giurisprudenza—, en la Universidad de Turín —mi querida UniTo— ha sido una experiencia profundamente enriquecedora. Turín, con su carácter sobrio y elegante, reflejo de una ciudad industrial que ha sabido reinventarse sin perder su esencia, es un entorno ideal para formarse, sobre todo en el campo del derecho laboral, del que he tenido la suerte de cursar dos asignaturas durante mi estancia.
Italia nació en Turín, y ese espíritu fundacional sigue vivo en el ADN del país. No creo que sea casualidad que la Constitución italiana defina a la nación como una “Repubblica democratica, fondata sul lavoro”. Ese valor del trabajo como motor de dignidad y progreso se percibe claramente en esta ciudad. La presencia de empresas importantes como FIAT, Lavazza, MAT, Martini o Ferrero, junto con el Centro Internacional de Formación de la Organización Internacional del Trabajo, hacen que la UniTo se beneficie de un ambiente de innovación y dinamismo, y que cuente en sus aulas con profesores de inmensa calidad, de esos de los que uno se alegra de haber tenido en su formación universitaria.
En la UniTo recordé que el primer libro de literatura italiana que leí fue El nombre de la rosa, de Umberto Eco, quien también fue alumno de los Salesianos y, posteriormente, de esta universidad. Haber podido estudiar aquí le ha dado a mi experiencia un valor simbólico añadido, siendo esta novela una de las primeras que me hizo ver la importancia del conocimiento y la búsqueda de la verdad.
Por supuesto, mi Erasmus va mucho más allá de las aulas. Mi Erasmus es, en la mayor proporción, las personas con las que lo estoy compartiendo. Personas maravillosas que, en un abrir y cerrar de ojos —como todo en el Erasmus—, se han convertido en mi familia improvisada. La cotidianidad de esta nueva vida la comparto con ellos; los paseos sin rumbo fijo por la orilla del Po y por los soportales de Via Roma o las visitas a los innumerables y excepcionales museos de la ciudad: desde el egipcio —que es el más antiguo del mundo— hasta el del cine —en la imponente Mole Antonelliana—, pasando por el del automóvil, el de Lavazza y el de arte oriental, ¡y todavía nos faltan un montón!
Además, nos hemos vuelto adictos a observar la ciudad desde lo alto: las vistas desde el Monte dei Cappuccini al atardecer son algo que me llevaré en la retina para siempre. Tras esto, el ritual del aperitivo nos reúne: spritz en mano, risas, confidencias y alguna que otra declaración improvisada en las plazas más bellas de la ciudad, desde San Carlo hasta Vittorio Veneto. Siempre, de fondo, una canción que parece perseguirnos por donde vamos: “Maledetta primavera”, que se ha convertido en la banda sonora de nuestro Erasmus.
Con ellos no solo recorro la ciudad de arriba a abajo, sino que tampoco hemos parado de recorrernos otras muchas ciudades de Europa: Venecia, Milán, Génova, Budapest, Viena, Ginebra, Praga y Estocolmo. De cada ciudad me llevo nuevos aprendizajes e historias que nunca olvidaré, todo ello envuelto en la sensación compartida de estar viviendo algo irrepetible, y con cada uno de nosotros poniendo de su parte para que así fuera.

Sin embargo, de todos esos recuerdos compartidos, hay uno que guardaré con especial cariño: nuestra aventura en las Dolomitas. Durante semanas, el horizonte de Turín nos había mostrado los Alpes como una postal que enmarcaba la ciudad. Hasta que un día decidimos no conformarnos con mirarlos desde la distancia. Cogimos varias campers, llenamos mochilas y nos pusimos encima varias capas de abrigo, y nos fuimos en busca de esas montañas mágicas. Aquellas caminatas entre montañas nevadas, con el silencio roto solo por nuestros pasos y la belleza imponente de sus valles y sus lagos, fue uno de esos momentos que se graban para siempre.

En definitiva, Turín, por todo lo que me ha dado y la forma en la que me ha acogido con los brazos abiertos, se siente como casa. Tengo claro que es una joya escondida de Italia. No es ruidosa como Roma, ni ostentosa como Milán. Aquí, la belleza se revela sin alardes. Sus habitantes son discretos, modestos, incluso celosos de su ciudad, y quizá por eso no desean que se convierta en un destino turístico de masas. Y sinceramente, qué suerte que así sea. Porque eso la hace aún más auténtica. Turín no se exhibe: se ofrece a quien sabe mirar.
