¡Buenas a todos! Soy Eugenia Huergo (más conocida en la ELU como Maru) y, antes de nada, ¡me presento! Soy madrileña, estudio el grado de Psicología en la Universidad Pontificia de Comillas y actualmente estoy en segundo. En la newsletter de hoy, tengo el placer de contaros un poquito sobre mi experiencia como estudiante de intercambio.
Tras varios intentos fallidos de salir a estudiar al extranjero debido al COVID, lesiones y algún que otro inconveniente, finalmente el pasado semestre estuve en el sur de Estados Unidos. Más concretamente, en Loyola University, situada en Nueva Orleans. Os sorprenderá que decidiese irme de intercambio en segundo de carrera (es antes de lo normal, lo sé), pero delante de mis narices se presentó una oportunidad que no podía rechazar: una iniciativa de la Asociación Internacional de Universidades Jesuitas (IAJU) llamada Magis Exchange Program. Este programa tiene como objetivo ayudar a los estudiantes a discernir su papel como agentes globales de cambio, fomentando el liderazgo para los demás y la reflexión sobre los actuales problemas sociales y ambientales. El programa se desarrolla en tres dimensiones a lo largo de un año: un curso online sobre Ciudadanía Global y Justicia Ambiental impartido por la Universidad Loyola de Chicago, un intercambio académico de un semestre en una universidad extranjera y una experiencia relacionada con la misión. En mi caso, durante mi estancia en Nueva Orleans fui voluntaria en un albergue para personas sin hogar. Una experiencia que, sin duda, me ha transformado el corazón.
La verdad, desde que aterricé en el Louis Armstrong con una mezcla de nervios y emoción, supe que este sitio y su gente iban a ser muy especiales. Es asombroso cómo cada rincón de esta ciudad tiene una historia y un ritmo propio. Empezando por una gastronomía peculiar (que incluye desde cocodrilo hasta los mejores beignets), jazz en cada esquina, pantanos llenos de “alligators” y un medio de transporte público que parece salido de Hogwarts. Ah, y por supuesto, Mardi Gras: la madre de todas las fiestas, una vorágine de coloridos disfraces, desfiles y muchos, muchos collares de cuentas. Aprendí rápidamente que aquí, “mostrar algo” para conseguir un collar es una tradición (mejor no os cuento qué hay que enseñar). Como podréis ver, empaparme de la experiencia y de la cultura fue sencillo.
Desde el comienzo, quise tener cuidado. No pretendía que el ideal de la experiencia se convirtiera en rodar y rodar sin sentido. Quería estar muy atenta. Me gusta pensar que todo pasa por algo, y los encuentros, descubrimientos y decisiones fueron marcando mi camino. Además, el grupo de estudiantes internacionales que me rodeaba fue una suerte. Cada persona que conocí, cada situación que viví, me ayudó a crecer y a comprender mejor el mundo y a mí misma. Desde los voluntarios en el albergue hasta el resto de internacionales que ahora se han convertido en grandes amigos. Siempre le digo a mis padres que aquí aprendí un poco de inglés, algo de italiano y, sobre todo, mucho de la vida. Entendí la importancia de fiarse del proceso, encontrando un lugar donde no necesitaba dar la talla, sino que siendo lo que soy, correspondía a darla.
En cuanto a la parte académica, una de las mayores diferencias que noté fue la oferta extracurricular. Hay clubes de todo y si no, tienes la opción de crearlo. Personalmente, yo me he enriquecido mucho de toda esta parte práctica. En los laboratorios pude diseccionar diferentes partes del cerebro, aprender sobre aparatos de biofeedback, monitorizar el sueño, entre otras muchas oportunidades de aterrizar todos los conceptos de mi carrera. Sin embargo, en Europa se escucha mucho hablar del famoso “Sueño Americano” y tras pasar unos meses aquí, puede que este sea una ilusión más que una realidad. La brecha entre ricos y pobres en Estados Unidos es impactante (al menos en el estado de Luisiana), y la movilidad social es mucho más limitada de lo que se sugiere. La educación, por ejemplo, es una de las áreas donde esta desigualdad se manifiesta con mayor claridad. Esta es vista como una clave para el éxito, pero aquí conlleva un precio altísimo.
Para terminar, mis consejos son sencillos. Empezando por uno que parece muy obvio, pero no lo es tanto: ser feliz aquí me permitió serlo allí. Al principio, la idea de dejar mi zona de confort y adaptarme a una nueva cultura me asustaba (y más cuando adoro mi vida en Madrid). Sin embargo, la felicidad no depende del lugar, sino de la actitud con la que enfrentas las circunstancias y por encima de todo, “con quién” eliges hacerlo. No sirve de nada irte de Erasmus para huir de tu vida o aprovecharlo para convertirte en algo que no eres. Decidí abrazar cada experiencia con una mente abierta y un corazón dispuesto y realmente, creo que esta mentalidad me permitió disfrutar al máximo mi estancia. En segundo lugar, no tener miedo. No tener miedo de lanzarse a lo desconocido, de cometer errores, de enfrentarse a nuevos retos y redescubrirse en un entorno completamente diferente. Por último, ser consciente de la suerte que es volver a casa y tener a alguien que te espera. Después de meses lejos de mi familia y amigos, regresar a Madrid con sus reencuentros fue un gran regalo. Me di cuenta de lo afortunada que soy de tener un hogar al que volver, un lugar donde sentirme amada y “como en casa”. Espero veros pronto y, ¡hasta la próxima!