A las seis Bellas Artes clásicas (Música, Danza –en ambas dos se incluye el Teatro-, Declamación –donde se engloba la Poesía-, Pintura –y Dibujo-, Escultura y Arquitectura) se añadió hace ya cien años el Cine (por eso lo llamamos habitualmente el séptimo arte), más adelante la Fotografía como octavo y, recientemente, el Cómic como noveno. Actualmente hay un debate en las redes sobre cuál sería el décimo (¿Grafiti, Diseño digital, Videojuegos? Por mi parte, incluiría la Gastronomía, que ha llegado a límites insospechados desde el punto de vista estético).
Cuento esto con motivo de una ferviente pasión, las novelas gráficas, que me ha atrapado los últimos dos años y, especialmente, los últimos dos meses, donde me he visto de nuevo impaciente por terminar de trabajar y poder dedicarle 30 ó 40 minutos a disfrutar la lectura que la noche anterior había dejado a medias.
De niño me sucedía con Tintín, con Astérix, con Valerian y Laury, con Percevan, con Blake y Mortimer, con Jèrome K. Jèrome Bloche, con Mafalda, con Súper López, con Groonan, con 13 Rúe del Percebe… También con El pequeño vampiro, La historia interminable, El ponche de los deseos, La maldición de Monteoscuro, El gran libro verde, Los Minimals y, por supuesto, la magnífica colección de Cuenta Cuentos de Salvat. De ellos aprendí el amor por los libros, la fuerza de la imaginación y la necesidad de mirar siempre más allá para no perderse en el más acá.
Más tarde fue la poesía la que me enganchó, especialmente los poetas españoles e hispanoamericanos del siglo XX. Creo que mi pasión vino al descubrir un nuevo lenguaje y un nuevo sentido: vivencias que creía comprender, estructuras vivas y dinámicas y una mezcla de sentimientos íntimos y sociales que tocaban la fibra rebelde del adolescente que era. Lorca, Machado, Neruda, Salinas, Blas de Otero, Bonald, Gloria Fuertes, Alfonsina Storni, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Altolaguirre, Ángel González, Hierro, D´Ors, Adoum, Benedetti, Rosetti, Panero, Goytisolo… Los versos fluían solos, el tiempo pasaba volando, los deberes quedaban apartados en un rincón.
Después vendría una época, la universitaria, donde se colaron de forma indiscriminada y caótica Homenaje a Cataluña, El castillo (en realidad, todo Kafka), Trece noches, La fiesta del chivo, Becket, Siddhartha, El gran divorcio, Así habló Zaratustra, Yo-Otro, El principito, Adiós a la Filosofía, Ética a Nicómaco, La república, Confesiones, Fides et Ratio, Historia de la revolución cubana, Huid del escepticismo, Nieve, Sociología de las Filosofías, Reflexiones sobre el exilio, El divino impaciente, Barioná… Obras literarias, tratados filosóficos, manuales de Ciencia Política, ensayos y Poesía se sucedían sin orden ni concierto en lo que esperaba ayudase a construir un relato claro y distinto sobre la realidad social y el sentido de la existencia. Pasar por conservadores y progresistas, descreídos y creyentes, europeos y americanos, modernos y clásicos contribuyó a forjar un espíritu heterodoxo, amigo de lo crepuscular e interesado por lo que sucede en las fronteras entre unos y otros paradigmas y cosmovisiones. Eso sí, el relato no resultó ser claro ni distinto, aunque sí sumamente atractivo.
La vida profesional hace estragos desde el punto de vista cultural, y los años comenzaron a sucederse sin poder dedicar tiempo al dolce far niente. Todas mis lecturas estaban circunscritas a la tesis doctoral y a los manuales y textos complementarios que necesariamente había de usar para preparar lecciones y guías académicas. Por paradójico que pueda suceder, esos años fueron de mucha lectura, pero de muy poco crecimiento personal, pues leer bajo presión y buscándole una “utilidad” concreta a la lectura, es la anti-literatura. Cuánto recuerdo en aquellos años a uno de mis maestros sufriendo por la mucha gestión, por la mucha docencia y por la escasa o nula lectura pausada. Al menos descubrí en aquel tiempo, he de confesarlo, El esnobismo de las golondrinas, Momentos estelares de la Humanidad y Las palabras quedan.
Sin embargo, y quizá deba tener que ver con el final de ciertas etapas y/o con la madurez, de un tiempo a esta parte he vuelto a disfrutar como en aquella época en que volvía del colegio con ganas de leer a Tintín, del instituto deseoso de absorber poemas y de la universidad con un nuevo libro bajo el brazo. Y lo he hecho gracias a las novelas gráficas (pueden llamarse cómics) de carácter histórico y biográfico. No hablo de mangas, de DC o de cómics de humor, sino de auténticas obras de arte que ilustran, como difícilmente puede hacerlo otro tipo de literatura, la vida y circunstancias de personajes tan dispares como Richard Feyman, Tina Modotti, Bertrand Russell, Jane Goodall, B. Traven, Olimpya de Gauges, Picasso, Anna Politkóvskaya, Lorca, Kiki de Montparnase o Freud. También permiten, de un modo diferente y muy rico, abrir otras perspectivas sobre acontecimientos claves como la guerra de los Balcanes, el conflicto palestino – israelí, la república de Weimar y el ascenso del nazismo, la Guerra Civil Española y la lucha de los españoles en la resistencia francesa, los regímenes dictatoriales coreano, birmano y talibán, la lucha encarnizada en Chechenia, la historia de las sufragistas, la enfermedad del Alzheimer o del Sida, el desarrollo rural y el comercio ecológico o la situación de los Derechos Humanos a nivel global. Por todo ello, al fin, he vuelto a dejar tiempo para lo importante, incluyendo tiempo diario y obligatorio al disfrute de la lectura, que es el alimento del docente.
En mis clases, al inicio del curso, pregunto a los alumnos qué música les gusta escuchar, qué artista plástico es su favorito y qué libro destacaría entre sus preferidos. Por cada “elegir uno es muy difícil” hay cinco “no soy de leer” y, sin negar la calidad de las series de televisión actuales, el valor de los videojuegos y lo divertido que pueden llegar a ser muchos contenidos de Internet, me pregunto qué habría que hacer para que los alumnos leyeran más. ¿Leer el qué? Da igual el qué… simplemente que leyeran, pues estoy convencido de que les ayudaría a pensar más profundamente sobre la realidad social, sobre ellos mismos, sobre el más acá y el más allá. En cierto modo creo que la cultura salvará al mundo y, como difícilmente puede haber cultura sin lectura, deseo que mis alumnos, los herederos del mañana, lean.
Quizá lo mejor no sea que les obligue a leer Misión de la Universidad de Ortega y Gasset, así que estoy empezando a pensar en usar algunas de las novelas gráficas de las que hablaré en los próximos post. Tal vez tampoco les gusten, así que pido ideas. Yo, mientras tanto, voy a dedicarme 30 ó 40 minutos a terminar Notas a pié de Gaza, de Joe Sacco.