Nekane Romero – Elus por el Mundo
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Me recibió a mediados de septiembre una Suiza cálida, alegre y vibrante. Con la cara pegada a la ventanilla del tren que comunica el aeropuerto de Ginebra y Lausanne, observaba cautivada los kilómetros y kilómetros de verde prado, aquí y allá moteado de enormes vacas. Sin duda, esa era la Suiza de postal. Pero ¿cuánto tardaría en revelar su otra cara, gris y tapizada de nubes?
Lo cierto es que aún tendría que esperar mucho para conocer a Mr. Hyde. Las primeras semanas, todavía sin clases, aprovechamos para intentar conocer un poquito la ciudad. Digo intentamos porque aún hoy nos perdemos con razonable frecuencia. Y es que Lausanne es una villa curiosa. A orillas del lac Léman, la colina sobre la que está construida asciende suavemente unos 500 metros, lo que se traduce un desnivel considerable para una población de 130.000 habitantes.
El punto más alto es la catedral, situada en el centro de un laberinto de callejones, no muy lejos del Hôtel de Ville y su reloj danzarín en las horas puntas, ni del Palais de Rumine, la gran biblioteca que alberga el Museo de Ciencias. De ahí hacia abajo, la ciudad está construida en distintos niveles; es decir, puedes salir de casa tanto por el cuarto (pocos edificios tienen más de cuatro plantas) como por el primer piso, ya que las calles que rodean el bloque tienen mucha pendiente. En cada esquina te encuentras un tramo de escaleras; las más famosas, las Escaliers du Marché. La calle central, un antiguo río hoy desviado — el Flon —, está cubierta por una bóveda de puentes cada pocos metros.
Lo que más me llamó la atención, en esos primeros días, fue la dinámica vida social de la ciudad. Cada sábado, una marabunta de agricultores inunda el centro histórico con productos de la región. Hay conciertos — sobre todo de jazz, porque tenemos muy cerquita Montreux, donde en verano se celebra el famoso encuentro para los amantes de este género —, festivales de comida internacional, semanas de cine y ferias sin razón aparente. Los domingos, las familias aprovechan para pasar la mañana junto al lago, en una de sus pequeñas playas o en la zona de las barbacoas. Por la tarde, sin excepción, la gente joven se reúne en el Great Escape, uno de los bares más antiguos de la ciudad, para disfrutar de música en directo.
En resumen, Lausanne superó con creces mis expectativas desde el principio. Las clases de la facultad de Medicina no son muy distintas a las de España, aunque sí es cierto que tienen un enfoque más pragmático. Las prácticas en el CHUV (el hospital de aquí), en cambio, son muy diferentes: el alumno es siempre el centro del proceso docente y se integra en el equipo como un médico más. Aunque no maneja él solo al paciente, sí tiene que tomar buena nota de todo lo que se hace, para después escribir la historia clínica y exponer los casos en el colloque de la mañana.
Ahora mismo estoy haciendo un mes de prácticas en el Centro Leenards de la Memoria, donde llevan a los pacientes con sospecha de Alzheimer, y otros tipos de demencia. Un dato curioso, para los ELUs médicos: todas las semanas, los distintos servicios tienen coloquios interdisciplinares, ya sea entre neurólogos y radiólogos para confirmar lo que se ha escrito en los informes, o entre distintos hospitales (por videoconferencia) para consultar los casos más llamativos. De esta forma, el médico responsable nunca está solo en su decisión terapéutica y todos se nutren de la experiencia del otro. Es un sistema del que, a mi juicio, tenemos muchísimo que aprender.
La mayoría de estudiantes de medicina vivimos en una residencia justo al lado del hospital. Es una buena oportunidad para relacionarte con estudiantes locales; sin duda, las cenas en la cocina fueron mi primera clase de francés de la rue y son todavía el momento del día donde más me lanzo a hablar. Así, aunque la mayor parte del tiempo la pasamos con otros Erasmus, de entre mis compañeros de piso me llevo un montón de buenos amigos, la mayoría suizos y franceses, pero también italianos, japoneses, irlandeses…
Sobre el aprendizaje de la lengua, otra de las mejores oportunidades nos la brinda la propia universidad (la UNIL): en lugar de poner clases de francés exclusivas para extranjeros, nos permite incorporarnos a cualquier clase del diploma de filología, sin ser demasiado estrictos con nosotros. El punto fuerte de esto es que puedes elegir clases sobre prácticamente cualquier tema que te interese; por ejemplo, el cuatri pasado probé con una asignatura llamada “Surrealismo: La revolución por la imagen” y este último me he iniciado en la improvisación teatral. A este respecto, también los deportes son una ocasión perfecta para llegar a conocer mejor la cultura y el carácter del país.
En este caso, el deporte no podía ser otro que el esquí (una de las razones por las que elegí este destino en primer lugar). Los amaneceres rosados en el tren, adormilados al ritmo de The Cure, el olor a pino fresco en la primera bajada entre los árboles y la visión de la sublime cordillera de los Alpes desde la cima del Mont Fort son algunos de los recuerdos que guardaré con más cariño de mi estancia en Suiza.
Os animo a todos a descubrir este maravilloso país. ¡Un abrazo fuerte!