Queridos Elus:
Soy María Hernández. Al ritmo de Melocos y su canción Somos, os diría también que “Soy aquel avión que salió un día de Barajas” o que “somos dudas flotando pensando que vale la pena”. Estas dos frases, junto a los siempre presentes versos de Cavafis, valdrían como síntesis para compartir con vosotros la sensación que probé el pasado septiembre al emprender un viaje con destino a Padova.
Por muy decididos que seamos, es difícil que no se deslice algo de temor entre toda la emoción que implican los comienzos. Encontrarse inexperto o verse envuelto en lo desconocido supone la oportunidad de descubrir a cada instante, y por ende, sentirse más vivo, pero también encierra cierta vulnerabilidad. Son tantas las veces (sobre todo al principio) que se debe preguntar, pedir ayuda… Reconocer con humildad la necesidad de ser asistidos es un ejercicio interesante. En este sentido, me alegra enormemente constatar que esa “flaqueza” se ha traducido en una mayor apertura ante la realidad que me está permitiendo disfrutarla en un modo espléndido.
Más allá de los tópicos, el Erasmus es crítico porque implica una “segunda socialización”, de esas que suceden después de la infancia al realizar cualquier cambio que exige asumir un nuevo rol y aprender normas pertenecientes a un contexto en particular. Este “momento frontera” solicita preguntarse por la identidad, o en palabras de Guardini, plantearse ¿Hacia dónde quiero perder mi vida?. ¿Quién soy despojada de la rutina? Sin toda la ayuda y el peso de la costumbre. ¿Cómo me presento a los otros? ¿Qué características potencio? ¿De cuáles, por el contrario, intento desprenderme? ¿Qué habitudes adquiridas en casa, en clase y en mis entornos más cercanos decido hacer mías? ¿Por qué? ¿Incorporo otras? ¿Qué dones he recibido?
Estas preguntas pueden resultar generales pero se presentan silenciosamente de modo muy concreto en la cotidianeidad, al escoger la compañía, al hacer la compra, cocinar y realizar otras tareas domésticas, al decidir cómo organizar el tiempo libre sin apenas condicionamientos, practicar una determinada religión o comprometerse con unas causas u otras. Y todo esto en una coyuntura excelente: en la juventud, divino tesoro, que nos permite vivir con ligereza sin que ésta se confunda con superficialidad.
Os doy más detalles de mi vida aquí. Vivo a unos metros de la Capilla de los Scrovegni, en el Collegio Universitario Marianum. La residencia es una gozada, pertenece a la Congregación de las Religiosas de la Asunción y cinco monjitas se encargan de administrar el complejo. Somos 99 chicas, prácticamente todas italianas así que estoy cumpliendo el propósito de adentrarme en la cultura y aprender bien la lengua.
Con la enorme variedad dialectal que hay en Italia, me advirtieron que en función de la zona, aprendería un italiano bastante diverso al que se habla en cualquier otra región. Hay una paradoja que me hace reír muchísimo: a pesar de estar en el Véneto, según me dicen los locales, tengo algo de acento meridional (o directamente preguntan si soy terrona, un término despectivo referido a las personas del sur del país). Tiene explicación, algunas de mis amigas provienen de esta zona y muchos de los términos o expresiones las escucho y aprendo por primera vez con ellas, por lo que en ocasiones incorporo su deje sin darme cuenta.
Nunca había advertido una afición especial por el italiano, pero la debilidad que tengo ahora por esa entonación embaucadora y los gestos que la acompañan ha venido para quedarse. Estar rodeada de un contexto con una lengua diversa es estimulante: hace de cada acto diario una aventura porque el reto comunicativo aumenta. Además, los obstáculos que encuentro son una excusa para hablar espontáneamente con la gente.
En esos intercambios he comprobado que Italia es un país con complejos muy parecidos a los nuestros y una gastronomía espectacular. Es fácil sentirse en casa. Padova es acogedora, lo suficientemente pequeña para poder moverse a pie y lo bastante grande para ofrecer propuestas variopintas. Más allá de la dimensión, el factor que da vida a la urbe es la universidad, que lo impregna todo. Es la segunda más antigua de Italia, después de Bologna. De hecho, su fundación (1222) surge a partir de que un grupo numeroso de estudiantes y profesores abandonaran esta última en busca de una mayor libertad académica. No es casualidad que el lema sea Universa Universis Patavina Libertas (La libertad paduana es total, completa, general, para todos).
Las facultades están diseminadas a lo largo y ancho del mapa, en el centro se concentran las sedes más antiguas. Merece una mención el Palazzo Bo, donde se puede visitar la cátedra de Galileo y el famoso teatro anatómico, (el más antiguo de Europa en modalidad permanente). Hay muchas anécdotas ligadas a esta institución (la historia de la ciudad está marcada por ser un centro de saber) algunas probablemente sean leyendas. Sin embargo, otras representan auténticos hitos, Padova fue la primera universidad en dar un título académico a una mujer. En 1678 Elena Lucrezia Cornaro Piscopia recibió el diploma en Filosofía. En realidad se había formado en Teología, pero el obispo de la ciudad impidió que se lo otorgaran en esta disciplina por su condición y la solución a la que se llegó fue reconocerle los estudios en la otra materia.
Como curso el doble grado de Periodismo y Relaciones Internacionales, aquí pertenezco a la Facultad de Ciencias Políticas. Poder configurar el plan de estudios es una gran oportunidad para escoger materias que realmente te interesan y adquirir nociones de asignaturas que no se incluyen en el programa de tu carrera o que no se ofertan en la universidad de origen. Algunas de las que más he disfrutado han sido Sociología de la cultura y de la identidad, Sociología de las migraciones o Historia de la Iglesia moderna y contemporánea.
El ritmo académico me parece muy adecuado, muchos de los profesores basan sus clases en lecciones magistrales y el peso de los trabajos individuales/grupales es mucho menor en Italia. Es más, dan la posibilidad de hacerlos de manera voluntaria. Esta flexibilidad permite poder organizarse, tener un número razonable de tareas y garantiza que el alumno que decida presentar, la haya preparado por iniciativa propia. El resultado se traduce en intervenciones bien construidas que verdaderamente aportan al resto de la clase. Observo un trato más maduro por parte de los profesores que se corresponde con el comportamiento y la respuesta de los estudiantes.
Al asistir a asignaturas propias de grados distintos, tener un grupo de clase consolidado es complicado porque uno va y viene con horarios a medida. No obstante, han aparecido personas muy especiales en las aulas. Encontré a Aurora y un sábado me quiso enseñar Treviso; Chiara me prestó su libro de Relaciones Internacionales para que no tuviera que comprarlo y yo le mandaba los apuntes cuando ella no podía venir a clase; Giacomo me saca dos sonrisas al día en los pasillos; Federica me resuelve dudas y corre a saludarme cada vez que me ve; Matteo se cuela sigilosamente en mi cuaderno para corregir las palabras que escribo mal y Marco recita sin parar la lista de palabras que conoce en español. Sin embargo, la amistad más particular ha sido con Giacomo y Laura, una pareja de jubilados con espíritu curioso que viene a la universidad. Nos unió la costumbre de sentarnos juntos en primera fila, mi afán por acercarme a los mayores y su trato siempre amable.
Puede que su coraje e ilusión sea la lección de vida más valiosa que me haya llevado entre esos pupitres. Giacomo es ciego desde que nació pero, ironías aparte, lo que sucedió a Laura cuando le vio fue amor a primera vista. Supo que era él y lo confirmó cuando tras intercambiar algunas palabras, mencionó su gusto por Bach. Cenando en su casa saboreé un risotto exquisito, hospitalidad sin reservas y fui testigo de una relación alimentada por la paciencia y el servicio constante. Brindamos por ello.
La relación con los profesores también es muy agradable y he podido tratar con todos personalmente. Únicamente uno de ellos, Giovannuci, dijo bromeando un día que si volvía a levantar la mano para preguntar alguna duda, me cortaba el dedo (el hombre tiene un humor particular). Por la condición de Erasmus, me permiten unos minutillos más en los exámenes e ignoran mis faltas de ortografía pero, al margen de estas licencias estoy trabajando y cumpliendo como cualquier otro universitario. Creo que hay que empeñarse en que sea así. La imagen del estudiante Erasmus ausente, perdido y descuidado es bochornosa porque aunque la movilidad tenga mayor impacto en lo personal, no por ello podemos desatender lo académico.
Así pues, no os equivocáis al imaginar muchas horas en la biblioteca, subrayadores agotados y cuadernos llenos. Es un esfuerzo dulce porque es compartido, porque los exámenes se viven con el apoyo de las compañeras de estudio. Sufrimos y celebramos los ajenos como si fueran propios. Y en medio del empeño, está el regocijo por la gratuidad de Gabriella rellenando las botellas de agua y ofreciéndome café, la sonrisa de Sofía, las sorpresas de Nadia, la compañía de Laura, el recibimiento de Rosaria, una foto dedicada que me deja Cinzia, las interrupciones de Lucia, un concierto con Elena, paquetes de taralli de Graziana y Ripalta enviados desde la Puglia o un pastel que me trae Dev de Palermo. Es un dar y recibir continuo, acariciar la disponibilidad con las dos manos en un escenario hermoso.
Las plazas de Padova son el salón de la ciudad y los mercados la despensa. Los puentes sobre el rio Bacchiglione tejen las calles, con aceras que se cobijan bajo soportales. El gueto está empedrado y los edificios intentan tocarse en las alturas. Algunas fachadas de color burdeos ostentan presumidas sus balcones y otras, de tonos ocres, se esconden entre enredaderas. No pasan muchas esquinas sin que brote alguna arquitectura exuberante. Cada semana hago una visita a San Antonio, la basílica armoniza distintos estilos y esconde claustros encantadores (me iré sin agotar todos sus detalles). A algunos metros se encuentra el jardín botánico universitario más antiguo del mundo aún existente. Parada obligatoria es también Prato della Valle, una inmensa plaza elíptica superada en tamaño solo por la Roja de Moscú.
El invierno está siendo algo gris y el sol sale menos, pero la luz y el frío son relativos cuando de repente, un martes por la mañana te conviertes en testigo de que la realidad siempre supera a la ficción. Hay instantes en que la vida parece estar hecha para ti. Bicicletas con varios pasajeros avanzan jugando a ser equilibristas, en ocasiones me giro para asegurarme que no se trata de Roberto Benigni y Nicoletta Braschi, recién salidos de La vida es bella.
Media hora nos separa de Venezia y sus gondoleros, del cielo de teselas de San Marco y las ropas vacilantes en los tendederos de los escasos lugareños que quedan (cada año se registran más traslados por las incomodidades que genera el turismo masivo). Cuarenta y cinco minutos en dirección contraria sirven para alcanzar Verona, rebosante de poesía con su imponente Arena e incontables recovecos. Vicenza queda eclipsada entre las dos primeras, pero esconde pequeñas joyas como su Teatro Olímpico o las villas palladianas.
Decía Italo Calvino en Las ciudades invisibles que de una ciudad no disfrutas las siete o setenta y siete maravillas que pueda tener, sino la respuesta que da a tu pregunta. En ese sentido, Padova está siendo muy mía, muy verdadera. No obstante, no debo atribuirle más protagonismo del debido porque en definitiva, solo se trata de la escenografía (que, por otro lado, no es poco). Las respuestas se deben más bien a personas concretas y momentos precisos. Es culpa de la felicidad de Sor Eliana, que a los 90 años es testimonio constante del amor de Jesús; culpa de los abrazos de Giulia, una gran amiga que tras ver mis miserias, me mira con ternura y me regala un sei umana.
Es culpa de los atardeceres en la azotea, de la buenísima convivencia con personas hasta hace poco extrañas, de las canciones en el coro, los spritzs en La Yarda, los susurros en museos, las charlas durante horas, los musicales improvisados en la cocina, y los reencuentros con la familia.
Estoy profundamente agradecida porque desde el primer momento no he parado de tropezarme con pequeños acontecimientos que me llenan de felicidad. Podría hablaros, por ejemplo, de encuentros aleatorios y Marta Scandelli, una chica que me ayudó con las maletas en el tren y con la que mantengo el contacto. Simplemente decidimos que sería una lástima que la sintonía compartida se redujese a un recuerdo inesperado.
Aun así, en medio de toda esta magnífica circunstancia, de vez en cuando se asoma la insatisfacción para recordarme que todavía deseo más, que sigo teniendo sed. Es inquietante y revelador al mismo tiempo. Lo estoy afrontando con tranquilidad gracias a dos razones: me encuentro muy sostenida (lo que entona Albano es verdad: Felicità è tenersi per mano) y tengo la certeza de que no llegué a Padova por casualidad, sino por providencia. Coincido con Jean Guitton al pensar que “lo que llamamos azar no es sino nuestra incapacidad para comprender un grado superior de orden”
Un abrazo fuerte,
María
P.D.
Os cuento lo que queda de curso a la vuelta. Y sobre todo, me contáis vosotros.