Padre Pou

Cultura

Peregrinación a Tierra Santa

Por: ELU Admin

Elena de la Iglesia, 3º de la ELU

08:00 horas, 6 de febrero. Uno apura para ir al trabajo o a la universidad y, aunque la calle, el autobús o el metro, la obligación y la devoción, aunque el gentío y la confusión de voces madrugadoras le recuerdan que está de vuelta en la rutina, uno tiene la cabeza en otro lugar y siente cierto dolor en el pecho con fuente en la melancolía. No me gustaría que esta crónica se quedara en una mera descripción del maravilloso itinerario seguido, sino que espero que, quienes me hayáis acompañado os identifiquéis con muchas palabras y, quienes no, que entendáis lo que hemos sentido y vivido, y que veáis aquello que seguimos reteniendo en nosotros tan intensamente. Y, es que, de algún modo, uno sabe que ni quiere ni puede vivir igual que antes después de nuestra estupenda peregrinación a Tierra Santa.

Cuando nos juntamos por fin el martes 31 de enero en el aeropuerto de Madrid, era tan pronto que nadie era consciente todavía de que estábamos embarcando hacia Tel Aviv (Israel), circunstancialmente, claro está, pues nuestro destino siempre fue Tierra Santa. El aeropuerto Ben Gurion nos recibió con los brazos más abiertos de lo que quizá esperábamos. Y, allí también, nos esperaba el Padre Rafa para recibirnos con una de sus características brillantes sonrisas. Estoy segura de que, quien haya pasado tan solo un segundo con él, da gracias por haberle conocido porque, mirando sus ojos y escuchando en sus palabras la Palabra, uno sabe que Dios realmente le pidió sus manos.

Cualquiera de nosotros juraría haber llegado completamente de noche al que sería nuestro alojamiento durante los siguientes dos días, pero la realidad es que apenas eran las 18:00 de la tarde. Había algo de especial en la oscuridad de Galilea, que por algunas horas quiso escondernos su mar. Con ganas de conocerlo, te levantas pronto y vislumbras el amanecer, en una tierra en la que no paras de pensar que Jesús también admiraba el trazo de los montículos que se elevaban frente al mar desde cada una de las ventanas. La primera mañana se levantó entre nubes, pero estamos de acuerdo en que el cielo así tenía un cierto encanto. En el Monte de las Bienaventuranzas, escuchando esos anhelos que llevas en el alma, aunque a menudo no sepas nombrarlos, mirabas al mar y parecía quieto y hasta se detenía el tiempo y el goteo de la lluvia dejaba de hacer ruido. Después, con el romper de las olas, el “te quiero” de San Pedro, de cuya casa vimos las ruinas, resonaba especialmente fuerte ante el “¿me amas?” de Jesucristo. No te crees merecedor, pero Él sí te ama. Caían rayos en Cafarnaúm que no hacían sino aumentar tus ganas de ver, pasear y reflexionar a la intemperie. Como inmersos en la Biblia, en medio de una neblina subimos con la ayuda de algunos taxis al Monte Tabor de la Transfiguración de Jesús. A sus pies, de forma algo más turística que peregrina, descansamos con un refrescante zumo de granada, ¡y eso que calor precisamente no teníamos! El día lo terminamos con una Adoración al Santísimo en la asombrosa Capilla de la Barca, donde no es ella la que se inunda, sino más bien son tus ojos los que no saben si aguantarán sin temblar una canción más.

En Caná, nos encontramos con la misma pregunta que recorrió con nosotros Santiago el pasado verano. Reconocimos que sí existe un amor pleno y para siempre, aunque la duda sigue abierta en el ámbito más terrenal. Nuestra marcha de la Iglesia de las Bodas de Caná, en medio de matrimonios procedentes de todo el mundo que venían para darnos envidia con su amor, fue algo abrupta, pero por ello también divertida. Esa tarde, en Belén, nuestros rezos también fueron un poco interrumpidos, y al final las dos salidas se quedan como anécdotas y como prueba de que la fe y la risa son más que compatibles. Si ese 2 de febrero hubo algo que nos removió en especial, creo que fue la entrada en Palestina a través de un checkpoint o puesto militar. ¿Cómo puede haber hoy día tales muros y fronteras? ¡En Tierra Santa! Nuestros ruegos espontáneos por la paz allí y en el mundo entero, por los sacerdotes, por los cristianos perseguidos y por aquellos que todavía no ven la Luz son ya una parte más de nuestro día a día.

La Basílica de la Anunciación, donde “el Verbo se hizo carne” fue, sin duda, una de las visitas más emocionantes de nuestra peregrinación. Primero, paseabas por las afueras de aquella imponente y atractiva iglesia de Nazaret, como queriendo dar un rodeo, ante la inquietud de lo que te esperaba en su interior. Entras. Enmudeces. Porque la Virgen María primero fue una joven. Ante los restos de su casa, te imaginas sus miedos e inseguridades, sus dudas y preguntas, y apenas puedes hacer más que caer de rodillas ante la gruta de la Anunciación, en el nivel inferior de la Basílica. Unas rocas que parecían gritar conformaban un habitáculo pequeño en el que se dio el sí más grande y estremecedor de la Historia. En un espacio tan cercano y envolvente, te recorre un tembleque de arriba abajo. Tu mente agoniza en paz, recordando momentos pasados de inmovilidad e incredulidad, de muchos noes que creías haber justificado equivocadamente usando tan solo la razón. A la salida, alguien se te acerca y te pregunta que por qué nos cuesta tanto dar un sí en mayúsculas, un sí con voz seria y paso firme, y enseguida comprendes que nadie en esta vida está a tu lado por casualidad.

El viernes 3 de febrero nos levantamos con la imaginable emoción que supone asistir a primera hora de la mañana a una misa en el Calvario, de donde nos fuimos con un hasta luego, pues volveríamos el domingo al Santo Sepulcro. Haciendo cola, reflexionas, escuchas, te impacientas: ¿eres consciente de que estás a punto de sentir, no con, pero en ellas, tus manos, el origen de todo aquello en cuanto crees? Es verdad. El reducidísimo tiempo para entrar y la rebosante decoración ortodoxa, con sus innumerables lámparas e iconos, te asfixian, pero verdaderamente más ahonda en tus escrúpulos ese espacio con voz propia. La tarde la vivimos en el Monte de los Olivos, rodeados de un sosiego que, paradójicamente, traía consigo aires de angustia, porque sabes que a menudo duermes cuando te piden que permanezcas despierto.

El sábado recordamos el regalo de la Eucaristía en el Cenaculito, bajo el interrogatorio del entrañable Fr. Artemio y, después, entre vallas y minas, llegamos al Río Jordán. No era, ni de lejos, un río azul precioso ni uno rodeado de viva y abundante vegetación. Banderas y militares de Jordania a un lado, y de Israel al otro. Era un río, en todos los sentidos, algo ruborizado. Pero, si allí vas a renovar tus promesas bautismales, ¿cuánto más importa mancharse los pies de barro? De vuelta al autobús, se te taponan los oídos descendiendo hasta el punto más bajo en tierra firme, a unos 430 metros por debajo del nivel del mar. Allí, en el Mar Muerto, nos escocían heridas, nos sacamos fotos en la orilla y nuestras caras reían. Y, quizá no allí, pero sí que aquí entiendes que tienes todos los motivos para dar muchas gracias por tanta alegría en nuestras vidas. Para poner fin a nuestro recorrido entre barros y sales, nos dirigimos a la “arena” del Desierto de Judea. Frente a nosotros, nada. ¿O todo? Estábamos los unos de los otros lo suficientemente lejos como para hablarle a nuestra soledad. Declives ásperos del terreno ante nuestros ojos en un desierto rocoso que en nada se parecía al sahariano que todos nos habíamos imaginado en aquel lugar en el que Cristo fue tentado. Con la brisa de fondo, tal enclave de frente, con juegos de luces y sombra, de frío y de calor, te sientes verdaderamente abrazado. Abriéndole tu intimidad al cielo, luchando contra todo intento de distracción, gritándole desde dentro al paraje escarpado que no te da miedo, rezando por maravillas en y a través de ti… abres tu libreta y escribes: “¿Hay algo que me pueda decir un hombre con palabras que no me hayas ya dicho Tú en esta pausa? Contigo, no es secreto mi silencio, ni tengo sed solo de agua, pese a encontrarme en el desierto”. Así, 1 hora pasó en 10 segundos y, de repente, te encuentras de nuevo en la mágica Jerusalén. 

Por su parte, el Vía Crucis es uno de esos retos que sabes de antemano que merece la pena afrontar. Caminas el domingo 5 de febrero entre el bullicio y el ajetreo, entre ruidos y muros aprisionadores, por calles estrechas y sobre suelos mojados, rememorando desde la primera hasta la decimocuarta estación. En las primeras estaciones, habrías deseado vivir en la época de Jesús con tal de salir inadvertidamente de entre la multitud de Jerusalén para ayudarle a cargar con el travesaño, en otras, sin embargo, como en la decimoprimera, egoístamente te gustaría ser insensible con tal de escapar del dolor, y en las últimas te quedas de piedra pensando en cuánto sufrimiento puede soportar una madre. Más tarde, con la esperanza fijada en lo eterno y permanente, con la certeza de que ya no quieres vivir a medias, te adentras en el avión que te devuelve a Madrid. Ya en casa, con los pies en el suelo de nuevo, recuerdas que no han faltado ni las compras ni el (más o menos exitoso) regateo, ni el sueño ni el razonable o infundado miedo. Ha habido dulces locales de más y salados momentos. Se te quedan grabados a fuego todas las risas y los silencios. Nos mojamos mucho, hizo frío y viento. A menudo, errábamos graciosamente en nuestro recuento. No olvidarás que estuviste en shabbat en el Muro de las Lamentaciones, con kipá o pañuelo. Y, más que por la obligación, por la experiencia. Todo esto, terrenal y vivido con el cuerpo, también lo incluimos sin duda en nuestros recuerdos.

23:00 horas, 6 de febrero. Uno no tiene prisa por irse a la cama porque quiere que algo dure para siempre. Sabes que eres ahora más culto porque Juan te ha hablado de Historia y etimología y todo ha cobrado sentido. Te das cuenta de que cada sitio ha calado más en ti porque Carola te ha explicado dónde te encontrabas y por qué estaba hecho así. Eres afortunado, porque Esther, María L., Sabrina y María T. están a tu lado y siempre están dispuestas a darte la mano. Rezas y ves a Santa Elena, y tu negación revienta al reconocer que, sin ella, esta peregrinación nunca habría tenido lugar. Rebosas de ternura al pensar en Alessandra, mujer de fe y pasión, que un miércoles 1 de febrero te hizo caminar por Magdala mientras ella corría detrás de Jesús. Pides perdón, y a la vez das gracias, porque tuviste que conocer a Anne Marie un viernes 3 de febrero para convencerte de que ciencia y fe no se matan: ¡cómo se nos encogía el alma al ver Su mortaja, la Sábana Santa! Todo ha acabado y ya duermes, pero sabes que este viaje de vida te acompañará el resto de tus días.

¡Señor Jesús, que te conozca de tal manera que no pueda dejar de amarte, y que te ame de tal manera que no pueda dejar de seguirte!