El Principito y la imaginación de lo invisible
Por:
Silvia Tévar, alumna de 1º de la ELU nos comparte cómo fue hablar de El Principito en la Universidad de Valencia:
“¿Qué lees? ¿Cómo lees? ¿Con quién lees?
Con estas preguntas daba comienzo el coloquio de José María Alejos y Álvaro Abellán-García; y envueltos por estas cuestiones, los asistentes fuimos conducidos por el maravilloso mundo de la lectura de El Principito y, en definitiva, por el enigmático camino de la vida.
Conducidos por los profesores, descubrimos que el propio Saint Exupéry presenta, en la introducción de El Principito, los temas que nos van a acompañar a lo largo de la obra: nuestros anhelos, deseos y melancolías más profundos, que nos persiguen a donde quiera que vayamos. Tal y como apuntaban nuestros ponentes, el sufrimiento, el sentido de la vida y la amistad, son las cuestiones que laten bajo la tinta del francés; realidades que van a “domarnos” durante toda la lectura, resonando en nuestro interior. Y es que, es de lazos, de vínculos, de tiempo, de dedicación y de amor; de lo que nos habla Saint Exupéry; en definitiva, del ilusionante misterio del ser humano, del vivir.
Así, descubrimos que la historia del piloto encierra mucho más que una desafortunada avería. Como apuntaba Álvaro Abellán, el motor estropeado no es únicamente el de la avioneta, sino el del corazón del propio aviador, que volverá a latir gracias a una voz: la del Principito. Con el mandato de dibujar un cordero, el hombre que se había “hecho mayor” es puesto de nuevo frente a su vocación: pintar realidades invisibles; una llamada que había sido descubierta a los seis años y rápidamente sofocada por “los asuntos serios” de los adultos.
De hecho, son los encuentros como este, los que comienzan con un sonido humano, y no con la visión; los que harán madurar a nuestro Principito. Así sucede con su amada Rosa: “¡Qué hermosa eres!”, o con el zorro: “¡Qué bonito eres!”, dos personajes que representan el Amor y la Sabiduría.
José María Alejos sonreía mientras leía el nacimiento de esta flor y cómo su belleza natural sacia la inquietud ontológica del Principito. Sin embargo, nuestro Príncipe es todavía demasiado pequeño para comprender esa nostalgia que le remueve y, por ello, su mirada se acaba endureciendo y centrándose únicamente en lo accesorio, en los defectos de su amada. Nuestro protagonista deja de respetar, de ver la realidad tal y como es; y así, inicia un viaje iniciático a la manera de Ulises, visitando numerosos países en busca de una respuesta, en busca de la amistad.
Ahora bien, todos sus habitantes, se encuentran encerrados en sí mismos, demasiado ocupados con sus fórmulas y reglas, con sus límites y obligaciones; y por ello, sus países son demasiado pequeños… Hasta que llega a la Tierra, donde conoce al zorro. Y, ¿qué es este, sino un maestro, un sabio? El zorro, como señalaba Álvaro Abellán, no responde rápidamente a las constantes preguntas del Principito. En su lugar, respeta sus tiempos, y deja que sea él quien redirija esa mirada que se había deshumanizado. Junto a este, nuestro Príncipe descubre que lo esencial, verdaderamente es invisible a los ojos; que el tiempo que le dedicamos a nuestra rosa, es lo que la hace única; y que él y solo él, es el responsable de lo que ha domesticado.
Por último, acompañados por Álvaro, José María y el aviador, los asistentes comprendimos que la verdadera amistad es dar la vida por el otro, y que cuando estamos dispuestos a ello, cuando el aviador deja de lado las piezas rotas de su avioneta para consolar a su nuevo amigo; es cuando descubre y descubrimos, el misterio único e irrepetible que entraña el Principito.
Y ahora me pregunto, ¿no es este nuestro día a día? ¿No es está nuestra vida? ¿Cuántas veces “amamos el ruido del viento en el trigo”, porque nos recuerda a esa persona que nos hizo crecer? ¿Cuántos momentos con aquellos que nos quieren, nos han transfigurado, nos han permitido respetar, implicarnos e intimar con la realidad? Y es que ya lo decía José María: la realidad no es plana, estamos hechos de nuestras circunstancias y de nuestros lazos; de nuestras luces y sombras; y cuanto más única y entusiasmante se nos presenta la vida, es cuanto más la conocemos, cuanto más la queremos. Es cuando salimos de nosotros mismos, que somos capaces de comprender y de amar al otro, de conocer “lo invisible”.
Por tanto, no se trata de “Pienso, luego existo”, sino de “Amo; luego existo”; y es entonces, cuando somos amados para amar, cuando saciamos nuestra sed en un pozo de vínculos, de lo invisible; cuando, por fin, podemos “volver a nuestra máquina”. Es entonces cuando, por fin, podemos vivir”.