Reino Unido

Vida ELU

Elus por el Mundo – Elena de la Iglesia

Por: ELU Admin

La vida tiene formas curiosas de sorprendernos. Aún me parece difícil creer que esté aquí, en Londres, ya que el único destino en mi mente, y en mi solicitud del programa Erasmus, fue siempre París. Sin embargo, un error administrativo me trajo a la capital del Reino Unido. Mis padres siempre me apoyaron, mis hermanos nunca dudaron, pero yo inicialmente no confié. Y, ahora que este curso tan extraordinario llega a su fin, entiendo que todo tiene un sentido, que el plan de Dios es más pleno que el que yo crea tener y que no cambiaría lo que he vivido durante estos últimos meses por nada del mundo.

Recuerdo mis primeros días con especial cariño. Mientras entraba un dieciséis de septiembre en la residencia que sería mi casa durante nueve meses, me pareció ver salir a la niña de Santander a la que acompañaron sus padres hasta un colegio mayor de Madrid hacía tres años. Nos detuvimos, nos miramos y, simplemente, sonreímos. No sé si, por aquel entonces, ella habría podido imaginar que las aulas del King’s College London le acogerían algún día con los brazos abiertos durante un curso académico entero. A orillas del Támesis, me siento enormemente afortunada de haber formado parte de una prestigiosa universidad situada en el corazón de Londres que cree con firmeza en sus alumnos, y que, bajo el lema “con santidad y con sabiduría”, hace de las diferencias culturales su fortaleza. Londres no era una ciudad desconocida para mí, pero de su mano he disfrutado de tours por los barrios más emblemáticos, paseos en barco por el río, noches en clubs de la comedia, voluntariados en pueblos como Margate, conferencias y eventos a través de sus societies y de visitas a las oficinas más espectaculares de la City, el famoso distrito financiero.

Me emociona darme cuenta de que he conocido a las personas más especiales de la forma más inesperada. Echando la vista atrás con una amiga de intercambio en diciembre, llegamos a la conclusión de que hacía tiempo que ya no se trataba de Londres, sino de la gente. Por eso, cuando me preguntan por mis rincones favoritos, enmudezco. Porque, por supuesto, me ha fascinado el mirador del edificio más alto de la Square Mile y he paseado embelesada entre
las preciosas viviendas de Kensington. Sin embargo, en mi cabeza únicamente bailan las veces que nos hemos reunido en torno a una mesa o en una biblioteca, retumban las numerosas ocasiones en las que hemos llorado de risa sin tener
un gran motivo para hacerlo y vociferan los deseos de que un trayecto en metro se extendiera con tal de estar juntos un poco más.

En algún momento, se volvió normal quedar para estudiar con amigas de México y de Singapur, ir a la celebración de cumpleaños de un estudiante de intercambio estadounidense el mismo día que lo conocí, asistir a la fiesta de una
chica de Canadá con una amiga australiana o trabajar en un proyecto por equipos con compañeros de los Emiratos Árabes Unidos, China, Italia, la India y Rumanía. Y yo, que estudio matemáticas, no puedo evitar preguntarme, ¿cuál
es la probabilidad de que nuestros caminos se cruzasen? Me niego a pensar que conocernos aquí y ahora ha sido una mera casualidad.

¡Es verdad! Los cielos de Londres a menudo son grises y sus adoquines están constantemente mojados. No obstante, la ciudad que yo he conocido ha sido la dispuesta a vestir una sonrisa, y vivir cualquier aventura con un paraguas en la mano. Además, no ha sido sólo mi destino y el de las amigas que han venido a verme sino también punto de partida a Edimburgo, a Múnich y a Madrid. Tengo la sensación de que no podré dejar de identificar recuerdos con cada una de sus esquinas. Y, en fin, de que esta experiencia me ha enseñado mucho, pero, especialmente, que a veces nos valoramos poco y juzgamos demasiado, y que nos podemos hacer a nosotros mismos, pero que siempre estaremos hechos de los demás.

Sé que, algún día, volveré a cruzar el puente de Waterloo, por el que hoy paso a diario. Ese puente que, cuando tienes prisa parece muy largo y, cuando tienes tiempo, lo disfrutas despacio: el Big Ben y el London Eye a un lado, St Paul’s Cathedral, Canary Wharf y la City a ciento ochenta grados. Caminaré por él, quizás incluso deseando tener clases de nuevo a las que correr. Me detendré a la mitad y el viento me hará rememorar muchos momentos pasados. Pensaré:
¿acaso fue todo un sueño, y es que he despertado? Por ahora, mi etapa en el King’s ya ha terminado, pero me hace ilusión pensar que pronto comenzará una nueva en UC Berkeley.

Me marcho de Londres con alguna que otra lagrimilla y profundamente agradecida, especialmente con todas las personas que han sido aquí como mi familia, y con quienes lo son y han renunciado desde el amor a tenerme en su
día a día.

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Jaime Redondo – ELUs por el Mundo

Por:

Es una noche de invierno en las Highlands. En el horizonte asoma el océano entre enormes montañas. A mis pies, un lago cristalino refleja la luna llena en un cielo escocés sorprendentemente despejado. En mi mano un palo afilado a punta de navaja sostiene una salchicha precocinada que se calienta en un dulce fuego que sabe a verano y a verbena. Y a mi lado, en los rostros de Danny, Mascha e Iván, me siento europeo, me siento amigo, pero sobre todo, me siento humano.

No puedo sino maravillarme por todas las formas en las que este año de siete meses me ha transformado. Por eso, siempre que pienso en ello siento la necesidad de recalcar un agradecimiento y decir que he tenido la tremenda suerte de vivir desde septiembre en la ciudad de Mánchester, en un Erasmus que ha sido más fructífero que lo que pudiera haber imaginado.

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Tras tres años de Matemáticas y Física en Madrid, la rutina cada vez se acercaba más al tedio. Yo era incapaz de conformarme con eso, la Universidad tenía que suponer algo más, así que en un alarde de rebeldía, que no en vano dijo Marañón que es la virtud fundamental de la juventud, decidí dar la vuelta a mi propia vida, a los propios planes que yo había tejido en busca de aquello que añoraba aun antes de saber lo que era.

Me recibió una ciudad que me enamoró antes de la primera noche. Aunque en términos demográficos es grande, el centro de Mánchester es pequeño, al menos, en comparación con Madrid. Y mi residencia, la que sería mi hogar, no podía estar mejor situada. De verdad. Un día, teniendo clase a las 9, me desperté a las 8:55 y aun así llegué puntual. Para mí, acostumbrado a pasar más de dos horas diarias en los subsuelos de Madrid, eso abría un mundo de posibilidades que no pensaba dejar de aprovechar.

Pero vayamos por partes y no adelantemos acontecimientos. Estamos en septiembre y las posibilidades para un recién llegado a Mánchester eran infinitas. Había llegado allí solo, pero la propia Universidad, acostumbrada a recibir varios miles de nuevos estudiantes de todas las partes del mundo cada año, había previsto esa circunstancia. Así que por delante tenía dos semanas de la llamada “Freshers Week”. Valga pues decir brevemente que disfruté como nunca esos días, que pude conocer a cientos de personas, muchas más de los nombres que puedo recordar, y que después de eso, nunca más me sentí solo.

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Pero llegó el primer día de clase y había que ponerse las pilas. He olvidado decir por qué elegí Mánchester en particular. Pues bien, con dos premios Nobel en el cuerpo docente y una gran inversión es sin lugar a dudas la mejor Universidad para estudiar Física de Europa (sí, incluso por delante de Oxbridge), y una de las mejores del mundo. Y esto se hizo patente: una facultad repleta de recursos, unos profesores realmente preocupados de que su enseñanza sea lo mejor posible, siete plantas de laboratorios e investigación de alto nivel, y prácticamente todas las semanas sándwiches y café gratis para los estudiantes. ¿Qué más se puede pedir?

Es cierto que el sistema británico difiere mucho del español. La mayoría de los profesores se conforman con ser “Lecturers”, es decir, llegan al aula, imparten su lección y la abandonan, sin mayor preocupación por el alumno. No obstante, la organización de las materias es algo que como alumno se agradece mucho. Todas las lecciones estaban planeadas desde el primer día, todos los apuntes, hojas de problemas y soluciones eran recursos accesibles, y si aún querías más, todas las clases eran grabadas y publicadas para poder verlas todas las veces que hicieran falta. Allí han sabido integrar la tecnología en la educación universitaria de una forma extraordinariamente eficaz, y esto, por ejemplo, ha resultado en que su adaptación a los tiempos de pandemia haya sido ejemplar.

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Pero hay un último elemento que es la guinda del pastel que ya es la propia Universidad. Un profesor mío decía que todo lo se ha inventado en Inglaterra, en realidad se inventó en Mánchester, y lleva buena parte de razón: pude dar clase en el edificio donde Rutherford descubrió el átomo, la facultad de Matemáticas llevaba el nombre de Alan Turing y su orgullo por bandera, y cada edificio, incluso muchas aulas, llevaban nombres de grandes profesores, ingenieros, empresarios de tiempos de la Revolución Industrial, sociólogos o filósofos que pasaron por Mánchester y dejaron su huella.

Suficiente en cuanto a la parte académica, y es que no solo de pan vive el hombre, ni de ecuaciones un servidor. Viviendo tan cerca de la Universidad se me ofrecía la posibilidad de participar en un montón de asociaciones y sociedades, y así lo hice. Los que me conocen ya saben de mi pasión por el teatro, y era algo a lo que no estaba dispuesto a renunciar. Encontré mi hogar y una bonita familia en algo que me sumergió de lleno en la cultura inglesa: la pantomima.

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Preparamos durante todo el semestre de invierno una pantomima de Blanca Nieves, ensayamos divertidísimos monólogos, desternillantes bailes y horrorosas canciones con las que llenamos un auditorio dos noches consecutivas y recaudamos más de 1000 libras para la Sociedad por la Esclerosis Múltiple. Entre ensayo y ensayo, yo aprendía los chistes que solo a un británico le podían hacer reír, y es que… ¡era el único no inglés allí! Eso es lo que se llama inmersión cultural. Y es que interpretar en un idioma que no es el tuyo es notablemente complicado, pero tuve la suerte de encontrar en Alyx y Will unos directores maravillosos. Bueno, quizá no tanto. Minutos antes del estreno me dijeron que en un monólogo pronunciaba mal una palabra, pero no me lo habían dicho antes porque les hacía gracia como lo decía. Ingleses…

Además del teatro y de la natación, que se puede decir que eran continuación de cosas que ya formaban parte de mi vida, decidí incorporar elementos nuevos. El primero de ellos fue la magia: en una pequeña asociación recién nacida nos juntábamos unos cuantos estudiantes para aprender trucos nuevos juntos. Y aunque no aprendí mucho, me lo pasé muy bien, e incluso llegué a actuar delante de una audiencia en el sótano de un bar sórdido de las afueras de Mánchester. Creo que esto último lo debería poner en el currículum.

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La segunda de las novedades en mi vida fue el cine. Aunque se vio frustrado por la cuarentena y no pude terminar todos los proyectos en los que quería participar, sí hubo tiempo para rodar un pequeño corto hitchcockiano. Pero la tercera novedad y la más valiosa fue el baile. Los martes: clases de Forró, que es un baile del noreste de Brasil súper relajante. Los miércoles: clases de Tango. Los viernes: clases de Bachata. Y ocasionalmente alguna clase de Swing o de Charleston. No me siento orgulloso de haber aprendido tango argentino de manos de un inglés, pero sí extremadamente feliz de haber encontrado en mi profesor, Joe, así como en mis compañeros Diana, Cerys, Alex, Ollie, Bola, Su, Gustavo, Letizia y muchos otros una pequeña familia donde disfrutar del baile, ser consciente de mi propio cuerpo y alejar por unas horas toda preocupación de mi cabeza. Recuerdo con especial cariño un día que pasamos en el piso de Joe, cocinando pizzas, tomando cócteles y bailando desde la una del mediodía hasta la una de la madrugada. Eso también es familia y eso también es felicidad.

Hay un último elemento sin el cual mi Erasmus no hubiera sido igual. Como si de los protagonistas de Cómo conocí a vuestra madre se tratara, encontramos también en el Grove nuestro propio bar. Allí, donde pasé fácilmente más de la mitad de las noches era tremendamente feliz. Bien fuera echando un Fifa con Jose, jugando al billar con mis gallegas favoritas, cantando operetas con Alessio o simplemente disfrutando de la buena compañía de Miguel, Iván, Mar, Silvia, Pedro, Alicia, Isa y el resto de mi querido grupo de españoles que no puede faltar en ningún Erasmus, las horas pasadas en el Grove son algunas de las más felices de mi vida.

Jaime 7

Cada una de estas cosas ha ido calando en mí de una forma distinta, asentándose en mi forma de ser. No sólo he aprendido a gestionar el estar solo, que no es lo mismo que la soledad, sino que me he encontrado a mí mismo: encima de un escenario, o bailando, o sentado en un sillón con una pinta en la mano. No hay que olvidar pequeños viajes a Escocia, Liverpool, York, Londres o Sicilia que también son parte de esta experiencia. Al final, todo se trata de lo mismo: viajar hacia fuera y hacia dentro a la vez. En el viaje uno se puede encontrar consigo mismo, y eso ya lo dijo Machado cuando escribió caminante no hay camino/se hace camino al andar.

Y repentinamente mi Erasmus tuvo que acabar, pero esto solo quiere decir que una nueva etapa espera. Como dice Bilbo al final de El Señor de los Anillos, “creo que estoy listo para una nueva aventura”. Pues bien, ahora llevo en mi saco muchos nuevos aprendizajes. Desde cómo hacer una tortilla de patata (con cebolla, por supuesto), hasta monólogos shakesperianos pasando por bailes nuevos, ideas nuevas y sobre todo, amigos y compañeros de viaje nuevos. Gracias a todos ellos, puedo decir que mi objetivo de Erasmus se ha cumplido, que la Universidad ha sido algo más, y que hoy soy algo más de lo que era en septiembre. Soy más maduro, soy más feliz, soy más humano.

Y tú, ¿a qué esperas para irte de Erasmus?